07/07/2017, 12.05
RUSIA
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El futuro de Putin y del putinismo

de Vladimir Rozanskij

Vladimir Putin se desempeña en el cargo desde hace casi 20 años. Lo más probable es que el año próximo gane una vez más las elecciones presidenciales. La oposición de Navalnyj puede no tener chances de ganar, pero sin embargo muestra la insatisfacción de la juventud. Con Putin, el gobierno ruso, desde un sistema “corporativista”, se está deslizando hacia una suerte de “sultanismo”, con rasgos similares al de Erdogan en Turquía. La Iglesia ortodoxa está tomando distancia. 

Moscú (AsiaNews) – En un reciente fórum llevado a cabo en los montes Altaj, en Barnaul, Siberia (17-18 junio), los politólogos que intervinieron se han interrogado acerca de los posibles escenarios de Rusia para los próximos años Veinte. Y esto, debido a que en los últimos años, el sistema político ruso ha sido puesto a dura prueba en virtud de eventos y problemáticas que cuestionan la estabilidad y las perspectivas para el futuro.  Ello se torna aún más urgente, debido a que se avecina el cumplimiento de los veinte años del poder putiniano (que se inició en 1999), y puesto que lo más probable es que en 2018 haya una enésima renovación del cargo presidencial ocupado por el mismísimo Vladimir Putin  (formalmente sería su cuarto mandato, razón por la cual se habla de Putin 4.0)

Organizado por la sede rusa de la Fundación Friedrich-Ebert, el convenio tuvo por tema “Vías de desarrollo de Rusia, en el contexto de las tensiones internacionales”, y las reflexiones propuestas en dicho centro son materia de discusión en diversos ámbitos y medios de información. El punto de partida es el cambio que se está dando en el sistema de poder de Rusia, que hasta el 2014 podía ser definido como “corporativista” y post-soviético, mientras que hoy parecería tomar la forma de un “sultanismo”, a imitación de la Turquía de Erdogan.   En otros términos, incluso puede decirse que desde la continuidad con el Politburó soviético, el régimen putiniano parecería estar sufriendo una regresión, para asemejarse a las cortes de los zares pre-revolucionarios.  El líder se muestra cada vez más lejos de sus subalternos y colaboradores, y a la búsqueda de formas de consenso cada vez más inmediatas y populistas.  

Los escenarios políticos parecen ser sustancialmente dos: o abrirse a las reformas económicas, que permitirían a Rusia salir de la crisis que atraviesa –y para esto se vuelve necesario un cambio del sistema político, abriéndose a una democracia más real, poniendo fin a la contraposición con Occidente; o bien, lo que cada vez se evidencia más como el proyecto en curso, acentuar el aislacionismo de Rusia, sofocando cualquier forma de disenso

El régimen de Putin se parece, cada vez más, a la “autocracia” zarista, puesto que depende cada vez menos de las otras élites políticas y sociales, y se basa cada vez más en un consenso personal hallado en la población; además, una característica que es típica del absolutismo es la continua violación de las mismas leyes y normas aprobadas por el régimen, en función de lo que resulte más conveniente. En este sentido, los intentos de Putin apuntan a consolidar su poder, por encima de cualquier reforma o autoridad legislativa. Esta perspectiva resulta cada vez más riesgosa, no tanto por la fuerza de los grupos opositores, que son bastante marginales, sino por la necesidad de sostener y relanzar la propia popularidad, con continuas victorias y demostraciones de fuerza contra todo y todos, lo cual puede devenir en una progresiva pérdida de credibilidad de la figura del “zar” a los ojos del pueblo y de varios cuerpos sociales y económicos.  Tras la exaltación de la anexión de Crimea en el año 2014, en los últimos tiempos, en efecto, la estrella de Putin comienza a perder brillo y a opacarse.  

La oposición “de la calle”, organizada por Aleksej Naval’nyj, que moviliza sobre todo a los más jóvenes, no es significativa desde el punto de vista de las posibilidades reales de un cambio político, pero pone al desnudo la debilidad de las motivaciones por las que se otorga un altísimo respaldo al presidente,  que ya parece bastante menos profundo de lo que afirma la propaganda oficial y el servilismo de la corte, en todos sus componentes. Por lo tanto, se plantea una cuestión: ¿podrá Putin soportar una carrera electoral, que aún sin poner en discusión su reelección, lo exponga a críticas y dudas acerca del rol “sagrado” encarnado por él? Según ciertos expertos, es precisamente esta incertidumbre el factor que incluso podría empujar al presidente a retirarse: en efecto, lo que le urge no es la victoria, sino la consagración.   

Para evitar ser cuestionado, Putin tendría dos posibilidades: una es la más usual, es decir, inventarse un candidato de oposición hecho a medida suya (como ha sido el caso de varios hasta ahora, Zjuganov, Zhirinovskij y otros), o bien relanzar el desafío, convirtiendo las elecciones en un verdadero y auténtico plebiscito, optando por un objetivo clamoroso, por una Rusia aún más grandiosa. Sólo que llegado este punto, no parece haber ningún objetivo “luminoso” y  reconfortante a disposición; inevitablemente, se trataría de proclamar otras formas de guerra y conquista, que pueden abarcar desde Europa oriental hasta el Oriente Medio. Y también podría darse que el autócrata no tenga el coraje de arriesgar un nuevo Afganistán, el suelo donde otrora llegó a su fin el poder soviético.  

En tanto, frente a las acusaciones de corrupción de su corte (que por el momento todavía no han rozado su persona), Putin intenta sacar una vez más el naipe de la “superioridad moral” de Rusia, de la cual él mismo sería el modelo. En esto, el presidente saca partido del apoyo y la sintonía con la Iglesia ortodoxa, la cual, sin embargo, parece dispuesta a distanciarse, ante los excesos de personalización y chovinismo. El patriarca Kirill, que supo mostrarse bastante poco entusiasta por la anexión de Crimea, trata más bien de reafirmar la superioridad moral de la Iglesia por encima de cualquier otra institución del país: simbólica de ello, es la dura discusión en torno a la restitución de la catedral de San Isaac en San Petersburgo, en la cual Putin reafirmó que se trata de una propiedad del Estado, puesto que en la época en que ésta fue construida, quien conducía la Iglesia era el zar. Recientemente, el presidente incluso se ha acercado a la Iglesia cismática de los Viejos Creyentes, que desde hace 500 años acusa al Patriarcado traicionar la verdadera Ortodoxia rusa.  

En un encuentro mantenido el 21 de junio pasado con docentes, Putin cayó en una suerte de lapsus revelador, al afirmar que “la educación en el patriotismo es prioritaria en lo que concierne a la transmisión del saber: nosotros no tenemos, ni podemos tener, otro ideal unificador que no sea el patriotismo. Esta es nuestra idea nacional”. En las mismas escuelas procede de buena gana la formación de una asociación paramilitar para niños y muchachos, la Junarmija (Ejército de la Juventud), visto que los antiguos “pioneros” comunistas ya han confluido en las renacidas asociaciones scout, muy poco ideologizadas. Para la elevación de la dignidad moral, por otro lado, Putin ha hecho presentar a la Duma un proyecto de ley en virtud de la cual se prohíban las malas palabras y las expresiones vulgares, tanto en público como en el hogar. ¿Acaso bastarán las bellas palabras y las bayonetas infantiles, para la gloria del zar-sultán? 

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