La nueva apertura vaticana hacia China parece recorrer las etapas de la antigua Ostpolitik del Card. Agostino Casaroli. Igual que entonces, actualmente, los pasos dados por la Santa Sede han provocado y provocan contrastes, críticas y acusaciones de entregar al olvido la Iglesia perseguida y las violaciones a los derechos humanos. El mismo Casaroli albergaba dudas sobre su eficacia, si bien estaba deseoso de implementar el diálogo, una dimensión que fue redescubierta con el Concilio Vaticano II. Hoy publicamos la primera parte.
Roma (AsiaNews) – En los últimos meses, y tal vez en los últimos años, suscita cada vez más interrogantes y perplejidad el acercamiento renunciatario y radicalmente negacionista de la “política exterior” de la Santa Sede. En muchos de sus rasgos, ésta parece recordar la de la Ostpolitik vaticana, que, en el pasado siglo, llevó a la Iglesia a contraer muchos compromisos con los regímenes más adversos, desde el nazismo hitleriano a la Unión Soviética de Stalin y Jrushchov. También hoy, el Vaticano se lanza a una audaz apertura y a quebrantos generales, de los cuales el más clamoroso parece ser el posible acuerdo relativo al nombramiento de obispos con la China del comunismo post-moderno, hacia la cual no se había plegado jamás, ni siquiera en la época del cardenal Casaroli.
En realidad, no menos radical resulta ser la nueva colaboración católica con la Rusia de Vladimir Putin y del patriarca Kirill, con el cual Francisco se encontró en el surrealista escenario del aeropuerto de La Habana el 12 de febrero de 2016. El apoyo incondicional a la política rusa, que tanto ha escandalizado a los greco-católicos ucranianos, desde siempre en conflicto con Moscú, se ha venido a integrar, como es natural, con el deseo de los rusos de recuperar una centralidad geopolítica perdida, precisamente en detrimento de aquella vaticana que se había rechazado por decisión propia.
Las analogías entre la actual política vaticana y la Ostpolitik del siglo pasado son notables, pero al mismo tiempo parciales y quizás no resulten decisivas. La Santa Sede, empezando por el papado de Juan XXIII y por el Concilio Vaticano II, decidió renunciar a mucho para salvar lo poco, pero sobre todo para salvar el futuro. Hoy, la renuncia parece ser no tanto al medio, cuanto al objetivo: abrirse a un futuro imprevisible, sin asignar a la Iglesia un rol preestablecido. Cuando se decidió que los intransigentes cardenales Mindzenty y Slipyj permaneciesen en el confinamiento de la embajada americana o del convento ucraniano en Roma, y pasar por alto las persecuciones de cristianos para favorecer la firma del Tratado de Helsinki, los diplomáticos guiados por Agostino Casaroli trabajaban para dejar a la Iglesia un espacio de supervivencia, y quizás para empujar a regímenes totalitarios como el soviético a reformarse y dejar atrás el conflicto con la fe y con la civilización occidental.
El post-concilio y el diálogo
Es la nueva estación inaugurada por el Concilio Vaticano II lo que ha impulsado a la Iglesia católica al diálogo con el mundo ortodoxo y en particular, con la Iglesia rusa. Gracias a papas como Juan XXIII y Pablo VI, al Patriarca ecuménico Atanágoras, al metropolita ruso Nikodim y al cardenal holandés Willebrands, que durante 20 años guió justamente el Secretariado (luego, Pontificio Consejo) para la Unidad de los Cristianos, se inauguró una irrepetible “estación del diálogo”. El sello se alcanzó el 7 de diciembre de 1965, al concluirse el Concilio, con la cancelación recíproca de los anatemas entre Iglesia católica y ortodoxa.
La dirigencia de la Unión Soviética parecía apoyar tímidamente esta apertura, con la esperanza de obtener ventajas acorde a sus propios objetivos, y los ortodoxos rusos llegaron a formar un grupo de “especialistas del diálogo” que se coaguló en torno a la carismática y enérgica figura del metropolita Nikodim, y a sus más estrechos colaboradores, entre ellos, el emergente y jovencísimo rector de la Academia de San Petersburgo, Kirill (Gundjaev), el actual patriarca de Moscú.
En tanto, gracias a la superación de fuertes tensiones, a nivel internacional se creó una convergencia en torno a perspectivas de pacificación y acercamiento de las fuerzas, en el campo de la “guerra fría”, ligada a las personalidades de los presidentes Kennedy y Jrushchov y del papa Roncalli: sacando partido de la propaganda más que de la sustancia de dicha convergencia, los dirigentes soviéticos lanzaron el eslogan de la “lucha por la paz” como la perspectiva amplia de su política exterior, y en este sentido, los contactos internacionales de los representantes del Patriarcado de Moscú parecían ofrecer un apoyo eficaz a la propaganda misma.
Semejante política de “distensión” también estuvo favorecida por algunas personalidades como es el caso de Giorgio La Pira, un político demócrata-cristiano que entonces se desempeñaba como intendente de Florencia, ferviente católico dedicado a los pobres, que escribió personalmente varias cartas dirigidas a Jrushchov.
El 25 de noviembre de 1961, en parte gracias a los esfuerzos diplomáticos de La Pira, se envió un telegrama de augurios de parte de Jrushchov en ocasión de los 80 años del Papa. El 7 de marzo de 1963, Aleksej Adžubej, yerno de Jrushchov y director de Izvestija hizo una visita al Papa Juan junto a su esposa Rada, hija del secretario del PCUS. Más tarde, Pablo VI se reunió con el ministro de Relaciones Exteriores soviético, Andrej Gromyko, en las Naciones Unidas (4 de octubre de 1965) para luego volver a encontrase con él cuando Gromyko acompañó al presidente soviético Nikolaj Podgornyj en una visita al Vaticano en febrero de 1967, en noviembre de 1970, en febrero de 1974 y en junio de 1975.
La Ostpolitik del Card. Casaroli
Aprovechando la oportunidad ofrecida por la apertura política internacional que regía en esos años, la diplomacia vaticana se alineó sustancialmente con la Ostpolitik europea lazada por el canciller alemán Willy Brandt. Un gran intérprete de esta etapa fue el cardenal Agostino Casaroli, primero en calidad de simple funcionario y luego como líder de la diplomacia vaticana, que guió a la Santa Sede en la apertura de un diálogo con los regímenes ateos de Europa de Este durante toda la etapa de transición post-conciliar, hasta la Perestroika de Gorbachov. En 1963, en Viena, él participó en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre relaciones consulares, firmando por cuenta de la Santa Sede la convención relativa. Al partir de Viena llevó a cabo, a pedido del Papa, dos viajes, a Budapest y a Praga, para restablecer los contactos con los gobiernos comunistas, que habían quedado interrumpidos durante años. El 4 de julio de 1967 fue nombrado secretario de la Congregación para los Asuntos eclesiásticos extraordinarios, que al año siguiente, en 1968, asumirá la nueva denominación de Consejo Para Asuntos públicos de la Iglesia. El 16, en la Basílica vaticana, es consagrado obispo por Pablo VI. En 1971 se dirige a Moscú por primera vez. En julio de 1979 es nombrado cardenal por Juan Pablo II y se lo nombra Secretario de Estado. En 1988 participó en los festejos por el Milenio de Bautismo de la Rus, donde se encontró con Mijail Gorbachov. El 1º de diciembre de 1990 presentó su renuncia, y murió en 1998.
Achille Silvestrini, uno de sus más estrechos colaboradores de los primeros tiempos, devenido luego cardenal y actualmente Prefecto emérito de la Congregación para las Iglesias Orientales, describe de esta manera el acercamiento y las esperanzas que dieron vida a la nueva política vaticana de aquellos años: “Es un hecho que, durante todos los años de la Ostpolitik, en la Iglesia se libró una confrontación apremiante, suscitada por el interrogante dramático que surgía periódicamente. Dicha confrontación se jugaba, no tanto sobre las posiciones de trinchera que la Iglesia se veía obligada a asumir, sino más bien a nivel de las opciones de ‘política’ eclesial… El desafío era si para la Iglesia era más conveniente hacer frente al comunismo con una resistencia a ultranza, o bien, si esta resistencia, sumamente firme en sus principios, admitía entendimientos acotados sobre cosas posibles y honestas. La discusión se centraba en si negociar podía resultar beneficioso para vida religiosa, dándole un mayor espacio y aliento, o si se resolvería con una ilusión que sólo sería de utilidad para el prestigio de los regímenes, pero sin aportar resultados duraderos a la Iglesia”. El mismo Casaroli se halló teniendo que interpretar -con la toda la versatilidad de un excelente diplomático y la fe sincera de un gran hombre de Iglesia- las directivas de tres papas, tan diferentes entre sí en cuanto a temperamento, pero unidos en lo que hace a la confianza orientada al “diálogo de la caridad” e incansables en la dedicación al “martirio de la paciencia”. Educado en el sólido realismo de la tradición eclesiástica, él ya se planteaba en aquel entonces, a propósito de las primeras señales de apertura de Juan XXIII: “¿Ilusión? ¿O bien, fundada -aunque tenue- esperanza de nuevas posibilidades para la Iglesia? ¿Qué estaba pasando precisamente en el ánimo de un pontífice en el cual, sobre la recta final de una larga vida, el optimismo natural, la casi incorregible confianza en la bondad fundamental del hombre, parecían unirse en una visión casi profética que superaba, sin excluirlos ni despreciarlos, los análisis racionales de la experiencia y de la diplomacia? (citas extraídas del libro de Casaroli Agostino, El martirio de la paciencia. La Santa Sede y los países comunistas (1963-89), Torino 2000)”.
(Fin de la primera parte)
* Docente de Historia y Cultura rusa en el Pontificio Instituto Oriental de Roma