La larga parĂ¡bola de Kirill sobre Benedicto XVI
de Stefano Caprio

Desde los años '90 el futuro patriarca de Moscú miraba a Ratzinger como punto de referencia para una posible alianza ortodoxo-católica. Sin embargo, la historia ha demostrado cuán infundados eran esos sueños. El Papa manso y profundo nos ha preparado durante mucho tiempo para enfrentar el verdadero Apocalipsis y hoy su profecía es aún más válida que ayer.


El solemne funeral del papa emérito Benedicto XVI se celebró en la víspera de la Epifanía y dos días antes de la Navidad ortodoxa, para la cual incluso el primado de la Iglesia militante, el patriarca Kirill de Moscú, ha pedido un armisticio que permitiera a todos celebrar los misterios divinos, apoyado por el presidente Putin, haciéndose eco de las súplicas de paz del Papa Francisco. El nacimiento al cielo de Joseph Ratzinger atrajo la atención de muchas partes y también invitó a todos a mirar la Navidad de manera diferente.

Benedicto había conocido a Kirill en 2006 -diez años antes del histórico encuentro con Francisco en La Habana- cuando aún era metropolitano para relaciones exteriores de la Iglesia rusa, y ya predicaba la reconquista del mundo para la verdadera fe. En esa oportunidad Kirill había viajado a Italia para consagrar la iglesia rusa en Roma dedicada a Santa Catalina de Alejandría, que se eleva sobre la cúpula de San Pedro desde el parque de Villa Abamelek en la colina del Janículo, residencia del embajador de la Federación Rusa.

El futuro patriarca, además, había visitado a menudo Roma durante todos los años en que, siendo aún muy joven, ya ejercía el papel de guía "ideológico" del patriarcado, y se había reunido varias veces con el cardenal Ratzinger. Las relaciones con los católicos eran su principal referencia debido a las aspiraciones universales de la Iglesia moscovita, que desde la Edad Media pretendía elevarse al estatus de "Tercera Roma", y la iglesia construida por encima del Vaticano era sólo un símbolo de su autoconciencia. El debut "universal" de Kirill, después de los años soviéticos de su juventud (llegó a ser obispo con menos de treinta años, en tiempos de Brezhnev), fue en las celebraciones del Milenio del Bautismo de la Rus en 1988, que encabezó junto al ya anciano y enfermo patriarca Pimen, que moriría al año siguiente. Aprovechando el temor que el papa polaco Juan Pablo II infundía a Gorbachov y a toda la élite de la aún incierta perestroika, Kirill hizo llegar a Moscú una delegación vaticana con 10 cardenales, desde Casaroli hasta Martini y Lustiger, reuniendo en la Lavra de San Sergio un pequeño concilio ecuménico-patriarcal. En 1990 Kirill apoyó el nombramiento patriarcal del metropolitano Aleksij (Ridiger), enemistándose con el gran favorito Filaret (Denisenko), el metropolitano de Kiev que ahora tiene 95 años, inspirador de la revuelta eclesiástica ucraniana contra Moscú.

Ratzinger se encontraba ya en la cúspide de la Congregación para la Doctrina de la Fe, desempeñándose - en una función similar a la de Kirill en Rusia - como inspirador e ideólogo del papado de Wojtyla, y de hecho Kirill lo miraba como el verdadero referente de la posible alianza ortodoxa-católica. El actual patriarca de Moscú, de 76 años, es sin duda un hombre culto y brillante aunque no tenga un currículum académico y una producción teórica comparable a la de Benedicto, quizás el mayor teólogo cristiano de la segunda mitad del siglo XX. La enseñanza de Ratzinger trataba de preparar a la Iglesia para un futuro de humildad y ocultamiento, lo que luego se llamaría "la opción Benedicto", y Kirill tenía en mente una propuesta integradora, más que alternativa, a este programa.

El teólogo bávaro y futuro Papa ya anticipaba en los años posteriores al Concilio Vaticano II -evento en el que había participado como joven consultor- un profundo cambio en las relaciones entre la Iglesia y el mundo. Era necesario prepararse para abandonar las posiciones dominantes y la influencia sociopolítica del cristianismo oficial, volviendo a la profética y decisiva del Evangelio, capaz de cambiar el mundo sin poder y sin el apoyo de la gloria terrena. Muchos comentarios de estos días vuelven a insistir en la clarividencia de Benedicto, que ya mostraba la "Iglesia en salida" y "de la periferia" invocada por su sucesor.

Kirill estaba muy atento a las palabras de Ratzinger en los años en que intentaba gestionar la delicada transición del final de la Unión Soviética, en la que la Iglesia Ortodoxa había servido fielmente desde los años de Stalin a las directivas del partido, asumiendo una posición humillante y muy comprometida. El renacimiento religioso de la década de 1990 sumió en la crisis al patriarcado de Moscú que, aunque recuperaba a los fieles, corría el riesgo de perder el poder. El metropolitano propuso entonces ponerse al servicio no sólo de los ortodoxos, sino también de los católicos y en 1990 sugirió a la Santa Sede que no nombrara obispos ni nuncios apostólicos en Moscú, y que le enviara a él los sacerdotes misioneros para ser repartidos por el vasto territorio ruso-eurasiático (todavía estaba viva la URSS), como miembros de la "sección católica" del patriarcado.

La idea no gustó nada al Papa Juan Pablo II, quien apenas fue posible repuso las estructuras católicas en Rusia y en los países de la ex Unión Soviética, empezando por Ucrania, que para Kirill era especialmente importante y hoy se entiende bien por qué. El metropolitano lo tomó como una afrenta personal, y esta circunstancia lo llevó a cambiar el tono de sus pronunciamientos oficiales. Dejó de lado el ecumenismo y las gentilezas de las relaciones diplomáticas para empezar a predicar otra variante del renacimiento religioso, la de la Iglesia apocalíptica que hace frente a los embates del Anticristo. Usando argumentos ratzingerianos, Kirill quería demostrar que el cristianismo corría realmente el peligro de ser eliminado por la sociedad secularizada; y después de todo, ¿quién mejor que los rusos para saberlo, después de setenta años de ateísmo militante? La Iglesia debía renacer bajo nuevas formas, y esa tarea le correspondía precisamente a la Tercera Roma moscovita.

Estas y otras consideraciones convirtieron a Kirill -llamado en aquel momento "el oligarca eclesiástico" por su falta de escrúpulos para lanzarse a las contradictorias aventuras de la Rusia de Yeltsin- en el verdadero inspirador de la política del nuevo presidente Vladimir Putin, que llegó al poder en el año del tercer milenio cristiano. Si bien hoy la Iglesia Ortodoxa se ve de algún modo obligada a apoyar los excesos belicistas del putinismo, acompañados también de durísimas represiones; en la primera década del reinado del nuevo "zar" fue el patriarcado el que orientó las decisiones, apoyando en todas las formas posibles la "defensa de la tradición" como solución a todos los problemas.

Cuando Ratzinger se convirtió en el Papa Benedicto XVI, Kirill ya había tomado las riendas de Rusia y su renacimiento, ya no sólo genéricamente religioso, sino propiamente ortodoxo y "soberanista". Intentó entonces reavivar la alianza que había fracasado en 1990, situándose junto al nuevo pontífice en la defensa del verdadero cristianismo en todo el mundo. Obtuvo efectivamente el control sobre los católicos rusos que había pedido en aquel momento, y que le concedió el papa Ratzinger, dejando de lado a los ardores proselitistas polacos. En el fondo, esa ya no era su principal necesidad, dado que las nuevas reglas del régimen de Putin le permitían evitar cualquier forma de competencia en el territorio sagrado de Rusia.

El deseo de Kirill era empujar a los católicos a defender cada vez más en todo el mundo los "valores inalienables" en el ámbito social, la familia tradicional y la defensa de los roles naturales de género, junto con la defensa de la vida por nacer, aunque este argumento es difícilmente defendible en Rusia, el país donde en términos porcentuales se practican más abortos en el mundo y donde el divorcio está permitido incluso por los cánones eclesiásticos. Los argumentos éticos y antropológicos son a menudo encubrimientos, expresados en Rusia (y no sólo allí) con grandes dosis de hipocresía, a pesar de que en realidad ponen de manifiesto exigencias profundas en la acción de la Iglesia a nivel social. Lo que realmente importa, desde el punto de vista de los ortodoxos rusos, es la actitud "defensiva", la proclamación de un espacio infranqueable que constituye el significado original del término "ortodoxia", la defensa de la verdadera fe. El documento "Dominus Iesus" escrito por Ratzinger en el año 2000, año de la gloria de Putin y Kirill en Rusia, parecía responder a estas exigencias, reafirmando la unicidad de la salvación a través de Cristo y no de otras religiones o ideologías.

En los años del pontificado de Ratzinger parecía por tanto que el grandioso proyecto era factible, una especie de "opción Benedicto-Kirill", una unión de cristianos de Oriente y Occidente no para realizar fusiones estructurales, sino para testimoniar el advenimiento de una nueva era del verdadero cristianismo. Sin embargo, la historia ha demostrado cuán infundados eran estos sueños. Cuando Kirill se convirtió en patriarca en 2009 ya había estallado una gravísima crisis económica en el occidente globalizado, que provocó un profundo descontento en todos los países y en todos los estratos más desprotegidos de la población. Más que cruzadas éticas, comenzaron a difundirse ansias de rebelión  social, los llamados "populismos" y soberanismos de todo tipo, y Rusia también perdió el último privilegio que le quedaba, el de ser el único país del mundo que desafiaba el poder global.

La segunda década del 2000, comienzo del patriarcado de Kirill, fue en cambio el final del pontificado de Benedicto, quien renunció por razones que solo Dios conoce, pero mostrando de todos modos una evidente debilidad frente a la disgregación del mundo y de la Iglesia. En lugar del optimismo sincretista y ultraliberal de la globalización, comenzó la era de la susceptibilidad y de la búsqueda de los culpables en las instituciones públicas del Estado y de la Iglesia. La alianza ortodoxo-católica, soñada por Kirill y apoyada al menos en parte por Benedicto, fue sin embargo proclamada en La Habana por Francisco y Kirill, pero sin que lamentablemente pudiera traducirse en un verdadero renacimiento de la Iglesia universal.

Sabemos hoy cómo terminó, con Kirill bendiciendo a los ejércitos de Putin para “defender al mundo” de un Anticristo cada vez más difícil de identificar, o cada vez más igual a cada deriva autoritaria de uno u otro lado del campo de batalla. El Papa Francisco ha creído durante mucho tiempo en la alianza con Kirill, favoreciéndola en todos los sentidos y tratando de apoyarla incluso durante los meses de la invasión de Ucrania, sin poder creer que esta era realmente la elección definitiva de los ortodoxos rusos: el apocalipsis de la historia.

Benedicto se había retirado en oración, encomendando a Dios la Iglesia católica y la ortodoxa, y el futuro del mundo entero. Su desaparición en los días de Navidad, tras un año de guerra, impuso a todos, creyentes y no creyentes, militantes y activistas de todos los bandos, una tregua de reflexión y contemplación, como la de los Reyes Magos de Oriente frente al Niño indefenso. El Papa manso y profundo nos ha preparado durante mucho tiempo para enfrentar el verdadero Apocalipsis, y hoy su profecía es aún más válida que ayer. La opción Benedicto es el renacimiento del mundo en Cristo, al final de la guerra de los pueblos y de los corazones.

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