Los drones sobre el Kremlin empañan los fuegos artificiales ya preparados para iluminar el cielo de Moscú y otras pocas ciudades, dado que el desfile del 9 de mayo ha sido cancelado en casi todas partes por temor a que se produzcan incidentes. Pero más que sus adversarios externos e internos, lo que preocupa a Putin son sus partidarios, cada vez más activos y descarados, empezando por el "cocinero" Prigozhin.
Las alternativas de la guerra en Ucrania y del enfrentamiento de Rusia con el mundo occidental no están conduciendo a la apoteosis de la ideología del "mundo ruso", que tanto desea Vladimir Putin y que debería resplandecer en el gran desfile de la Victoria del 9 de mayo, la verdadera fiesta de la identidad de la Rusia postsoviética. Los drones sobre el Kremlin empañan los fuegos artificiales ya preparados para iluminar el cielo de Moscú y algunas pocas ciudades, dado que el desfile ha sido cancelado en casi todas partes por temor a que se produzcan incidentes.
El ataque al palacio del poder, según el portavoz Peskov, dejó solo "un poco empañadas las ventanas" en la parte más alta del Museo de Armas del Kremlin, lugar sagrado de la memoria donde se encuentra el Shapka Monomakha, la corona-sombrero atribuida al Príncipe Vladimir de Kiev de principios del siglo XII, bisnieto de Vladimir el Bautista. Como se había casado con un miembro de la familia del emperador bizantino, Vladimir se atribuyó el título de "Monómaco" para afirmar la herencia de Constantinopla confiada a los rusos, aunque en realidad la Shapka es claramente posterior y de factura tártara. Junto a la corona se expone el texto del Ulozhenje, el decreto de institución del patriarcado de Moscú, que se hizo firmar bajo coacción al patriarca de Constantinopla Ieremias II y donde se afirma que Moscú es la "Tercera Roma", llamada a salvar al mundo entero de los enemigos de la verdadera fe. No se sabe si realmente los drones fueron lanzados por los ucranianos, si fue un montaje del propio Kremlin para lanzar acusaciones contra Kiev y Washington o si, como se especula, fue obra de algún opositor de Putin que quería acabar con el "zar de cristal".
En todo caso, el grotesco incidente pone en evidencia la debilidad del líder, aunque éste “no se encontraba en la oficina en ese momento” sino escondido, como siempre, en alguna mansión o en algún búnker, por miedo a los enemigos y, sobre todo, a los amigos. Muchos recordaron la irónica hazaña de Mathias Rust, el alemán occidental de 19 años que en 1987 logró aterrizar en la Plaza Roja con un pequeño Cessna eludiendo todos los radares soviéticos y decretando el principio del fin del sueño reformador de Mikhail Gorbachov. Se hizo famoso el diálogo radiofónico, difundido por la prensa, entre el guardia de la plaza y el jefe de policía: “¡Aviones sobre la Plaza Roja! – Sí, a lo mejor también hay tanques en la calle Gorky…”. La Unión Soviética no era consciente de su fragilidad, que en poco tiempo llevaría a la caída del Muro de Berlín y al fin del imperio.
Las analogías con la caída de la Unión Soviética parecen acumularse cada vez más con una Rusia empantanada en los campos de Ucrania, como en los tiempos de Brezhnev se perdía en las montañas de Afganistán. Los "amigos" de Moscú, desde China hasta Sudáfrica, pasando por los países del BRICS, Irán, Turquía y otros, no aportan ningún verdadero alivio a la economía cada vez más presionada por las sanciones, que empiezan a agobiar a la población sembrando el descontento. Tampoco apoyan plenamente a Rusia en el ámbito político y diplomático, con votaciones ambiguas en la ONU que aíslan cada vez más a Rusia del resto del mundo y dejan a Putin en la humillante condición de criminal de guerra buscado internacionalmente. Incluso en el ámbito eclesiástico, el patriarca Kirill es considerado herético y no grato por casi todos sus hermanos ortodoxos del mundo, y si no fuera por la mano tendida del Papa Francisco, a estas alturas no sabría a qué santo encomendarse, habiendo invocado ya a todas las legiones celestiales, desde el arcángel Miguel, "el archi-estratega", hasta san Jorge "el victorioso", en defensa de una Santa Rusia cada vez más metafísica y muy poco evangélica.
No es que sea inminente una revuelta popular -aunque en Rusia, patria de la revolución, nunca se sabe-, o que se haya afectado en forma decisiva el consenso electoral que una vez más llevará al zar "eterno" a ser reelegido "democráticamente" en 2024. La población apoya al líder no tanto por su persona o sus logros, dado el giro desalentador de la guerra de Ucrania, sino por conformismo y por el orgullo de estar “contra todos”, especialmente contra los odiados estadounidenses, el modelo inalcanzable de país paradisíaco que los rusos solo pueden soñar. Sobre todo porque la represión de cualquier forma de disidencia ha alcanzado niveles solo comparables a los de Stalin, con la práctica difundida de denunciar a familiares y vecinos que recuerda la historia soviética de Pavlik Morozov, el niño que denunció a sus padres enviándolos a un campo de concentración y se convirtió en un modelo para las generaciones futuras.
No es un levantamiento lo que demuestra la debilidad de Putin, sino la burla, la cada vez más evidente falta de credibilidad que lo está convirtiendo en un personaje patético, no solo en los retratos de la propaganda occidental sino también dentro del país. Su opositor más famoso, Alexey Navalny, debe gran parte de su popularidad no solo al coraje de regresar a su patria después de ser envenenado y de haber aceptado que lo encierren en un campo de concentración, sino también a no haber perdido la fortaleza de ánimo y el espíritu jovial incluso en condiciones extremas, mientras su perseguidor se vuelve cada vez más sombrío y se hunde en una retórica cada vez más ampulosa y vacía.
Desde la celda de aislamiento en la que lo recluyen, aunque solo sea por pestañear, Navalny todavía se las arregla para sacar sus comentarios y publicarlos en las redes sociales, casi como si estuviera descansando cómodamente en el sofá de su casa, haciendo que la crueldad de sus torturadores resulte cada vez más grotesca. Hace pocos días describió la paradoja de la "tortura de Putin", por la que todas las tardes en el sector Shizo de máximo castigo reproducen a todo volumen los discursos del presidente con altoparlantes colocados en todos los corredores. "Como leí una vez en una novela de espionaje, en la que obligaban a escuchar los poemas de Mao Tzetung… esto de los discursos es la última artimaña para acosarme, después de que mis amigos y yo difundimos la historia de los carceleros que roban el dinero destinado a comprar verduras para los presos”. El opositor admite que "el estruendo de los disparatados discursos del gran jefe me perturba un poco el sueño y la lectura de libros", pero se consuela pensando que "al menos así los carceleros admiten que escuchar a Putin es un castigo" y que ellos son los primeros que deben sufrirlo. “También les pregunté en broma qué discurso les gusta más, pero se quedan callados, entre otras cosas porque cada palabra queda grabada y no vaya a ser que citen uno equivocado… cuando ponen los ojos en blanco, exasperados, para mí es la mejor recompensa” .
Junto con la ironía de Navalny, también hacen blanco en el corazón del poder las proclamas de muchos otros opositores arrestados y encarcelados con condenas interminables, como Vladimir Kara-Murza o Ilja Jashin, que aseguran que "la noche acabará" y Rusia recuperará la libertad y la verdadera democracia. Sin embargo, más que sus adversarios externos e internos lo que preocupa a Putin son sus partidarios, cada vez más activos y descarados, empezando por el "cocinero" Prigozhin, cuya popularidad comienza realmente a hacer sombra a la figura del líder. La compañía Wagner, que ya está fuera de cualquier control del Kremlin, hace furor en Ucrania, en África y en el mundo entero y critica cada vez con mayor dureza a los generales que Putin se ve obligado a sustituir como figuritas, más allá de la fama de “carnicero” o “exterminador” que muchos de ellos se había ganado en Siria o en el Cáucaso. O como el presidente checheno Kadyrov, que también se muestra impaciente con las vacilaciones de los improvisados soldados rusos, movilizados por la fuerza, sin ninguna experiencia bélica y con escaso equipamiento, impotentes ante la tenacidad de los ucranianos, liderados por un presidente-actor que, gracias a las iniciativas de Putin, se eleva a la gloria de héroe internacional.
Ni siquiera los numerosos "ideólogos de Putin" que se suceden en el escenario de la propaganda con la misma frecuencia que los toscos generales son ya realmente capaces de ensalzar la grandeza del zar y de Rusia, tratando al menos de mantener un tono elevado como cantores de los "valores morales tradicionales". Hace pocos días le tocó el turno al filósofo-oligarca Konstantin Malofeev, que está organizando en muchas ciudades de los Urales, como Kazan en Tatarstán o Saransk en Mordovia, las secciones del Consejo Popular Ruso Universal, un instituto político-cultural inventado en la década de 1990 por el entonces metropolitano Kirill, actual patriarca, para dar un rostro socialmente relevante al "renacimiento religioso" de los primeros tiempos postsoviéticos.
La iniciativa de Malofeev, según varios comentaristas, más que un apoyo a la política del Kremlin parece destinada a la construcción de un proyecto político propio que exprese el mundo de los "valores" de formas más eficaces y radicales que las contradicciones del Kremlin. Su versión del Consejo es declaradamente xenófoba, señalando a los pueblos y religiones no rusas, incluido el islam, como el verdadero enemigo que hay que combatir, y dejando de lado cualquier retórica "internacionalista" de reunión universal de pueblos "amigos", la síntesis ortodoxo-soviética de la ideología de Putin. En los encuentros de los seguidores de Malofeev se canta como un himno la canción Ja russkij de Shaman y terminan adquiriendo rasgos "neonazis" mucho más pronunciados que los que se atribuyen a los extremistas ucranianos del batallón Azov.
El nacionalismo extremo de estos mitines resuena no por casualidad en las regiones étnicamente más amenazadas, en la perspectiva de una posible desintegración del imperio, con los tártaros y otros grupos euroasiáticos a los que hay que mantener bajo control y presión ideológica. Malofeev también es dueño de un canal de televisión llamado Tsargrad, "ciudad imperial" (era el título ruso de Constantinopla), que evoca aún más los sueños de la restauración de la Tercera Roma, reemplazando quizás al zar perdedor por figuras más imponentes como el mismo Konstantin, con la barba y la corpulencia de los antiguos bogatyrs, los héroes de los viejos cuentos de hadas rusos que derrotaban a todos los bárbaros satánicos que acampan en las fronteras sagradas de la Rus de Kiev.