25/03/2023, 12.44
MUNDO RUSO
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La ‘tregua eterna’ de la guerra en Ucrania

de Stefano Caprio

Está claro que la Historia no enseña nada, de lo contrario no habría más guerras desde hace muchos siglos. Mientras nos preguntamos de qué manera lograr un alto el fuego definitivo, una fecha lejana puede servir de inspiración: nos referimos a 1686, cuando se puso fin a la guerra entre el reino del zar de Rusia y el polaco-lituano de Rzeczpospolita.

Ha pasado un mes desde el primer aniversario de la invasión rusa de Ucrania. De ella surgen escenarios apocalípticos, que Putin y Medvédev evocan en rimbombantes mítines en el estadio Luzhnikí y en todos los demás escenarios moscovitas. Sin embargo, los presagios parecen no cumplirse, a pesar de las interminables lluvias de misiles y de las constantes proclamas de la conquista final de Bajmut. En el bando contrario, se alternan durísimas posturas -estadounidenses y europeas- respecto al suministro de armas ultramodernas y ultrapoderosas, con miras a reconquistar de una vez por todas el Donbass, Crimea y quizá incluso Kaliningrado y San Petersburgo; pero lo cierto es que siguen empantanados en el lento deshielo de Bajmut.

Mientras se aleja la opción de un enfrentamiento hipersónico y nuclear, renacen tímidamente las esperanzas de una salida a la tragedia de la guerra, si no con la paz, al menos con algún acuerdo para lograr una tregua. Tras las paternales caricias del líder chino Xi Jinping al que ahora parece ser su vasallo moscovita -al que aconsejó no excederse con las bombas- la pregunta de Oriente a Occidente es cómo conseguir un cese del fuego definitivo.  Entre otras cosas, porque las florecientes industrias armamentísticas parecen ahora menos interesadas en un conflicto que está generando más gastos que beneficios.

Está claro que la Historia no enseña nada, pues de lo contrario no habría más guerras desde hace muchos siglos; pero aún puede servirnos de inspiración una fecha lejana: 1686, que marcó el fin de la guerra entre el zar de Rusia y el reino polaco-lituano de Rzeczpospolita. El conflicto había comenzado en 1654, y terminó con el acuerdo que las crónicas de la época denominaron la "Paz Eterna" -en ruso, Večnyj Mir- para dar forma al russkij mir, el rostro europeo del imperio. En efecto, se trató de una tregua que se convirtió en un acuerdo "definitivo" entre los dos grandes rivales sobre la parte oriental de Europa. El documento, con un extenso preámbulo y 33 artículos, fue firmado en Moscú por el voevoda polaco Poznansky y el príncipe ruso Golitsyn. 

Las tratativas sellaron los frutos de una tregua anterior, la de Andrúsovo (una aldea parecida a Bajmut, situada en la frontera entre Rusia y Polonia) en 1667. En aquel momento Moscú había vuelto a comprar Kiev por la fragorosa suma de 146.000 rublos, asegurando al zar la posesión de la ciudad-madre de la antigua Rus, que solo se perdió en 1991, con el fin de la URSS. Con la entrega de Kiev, el patriarcado de Constantinopla cedió al patriarcado de Moscú el derecho a nombrar al metropolitano de Kiev, que seguiría siendo miembro del Sínodo de la Iglesia rusa. Fue precisamente este aspecto eclesiástico del acuerdo el que se cuestionó posteriormente en 2018, cuando el patriarca Bartolomé de Constantinopla concedió el Tomos de autocefalia a la Iglesia de Kiev, alegando que los derechos de Moscú del siglo XVII debían entenderse como una "protección temporal" que ya había caducado.

La Paz Eterna entregó a Rusia los territorios de las actuales Ucrania y Bielorrusia, y especialmente el Hetmanato cosaco (reino seminómada) de Zaporožskaja Seč -que más o menos corresponde al Donbass de hoy- la tierra donde se habían desarrollado los enfrentamientos más violentos y decisivos de aquella época. Fueron precisamente los cosacos los promotores de las revueltas contra la Rzeczpospolita, invocando la protección de los primeros zares de la dinastía Romanov, Mijaíl y Aleksej, dando así comienzo a la historia de Ucrania.

De hecho, sus territorios fueron definidos por los rusos como ukrainy, zonas libres y "fronterizas" (porque estaban fuera de las tierras propiedad de los boyardos y la Iglesia) donde los campesinos eran obligados a la servidumbre. Por ello, Polonia reconoció a Rusia el protectorado de Levoberežnaja Ukraina, la zona al oeste del Dnieper, reservándose para sí los territorios de Galitzia y Volinia, las regiones ucranianas que desde entonces habían permanecido ligadas a los reinos de Europa occidental. También se reconoció la libertad de pertenecer a cualquiera de las jurisdicciones eclesiásticas, tanto la ortodoxa (ya entonces bastante variada) como la católica, dividida entre los fieles de rito latino y los greco-católicos, cuya hostilidad recíproca era incluso mayor que el rechazo hacia los ortodoxos.

Rusia se comprometió a anular sus acuerdos anteriores con el Imperio Otomano y los tártaros del Janato de Crimea, e incluso se unió a la "Liga Santa" recién inaugurada por el Papa Inocencio XI con alemanes, polacos y venecianos para derrotar a los turcos, una guerra entre cristianos y musulmanes que terminó a su vez con una "tregua definitiva" en 1699. Mientras tanto, los rusos se abalanzaron sobre los tártaros con las campañas de Crimea de 1687-89, sin lograr conquistar la península, que sólo la emperatriz Catalina II consiguió someter un siglo después. Estas alianzas culminaron en la Guerra de Crimea de 1853, en la que el Imperio ruso consiguió enemistarse con toda Europa para luego desembocar en la ruinosa fase revolucionaria que condujo a la "eterna confrontación" de la Guerra Fría tras las guerras mundiales del siglo pasado. Es lo que la actual guerra de Putin proclama como el "nuevo orden mundial".

Los rusos aseguran que están siempre dispuestos a sentarse en una mesa de negociaciones, para reafirmar los derechos de la Paz Eterna del siglo XVII, aunque más no sea para conformarse con Pravoberežnaja, el territorio de Ucrania al este del Dnieper que ya fue anexionada con los referendos de Crimea y de las cuatro regiones del Donbass.

En realidad, el Kremlin advierte que en Rusia se teme la presión de los "nacionalistas", como se denomina a los sectores más radicales y beligerantes, que también querrían la parte occidental de Ucrania incluida Kiev, en cuyo trono instalarían al Cocinero Prigozhin, el heredero de los atamanes cosacos.

En cualquier caso, según la versión de Moscú, si no se inician conversaciones de paz, la culpa siempre es de los anglosajones, que no quieren ceder su dominio sobre los imperios americano y europeo y sobre el resto del mundo. Si no fuera por Biden, argumentan los rusos, Zelensky ya se habría sometido.  Washington no permitirá ninguna negociación, ni a los ucranianos ni a los europeos, al menos hasta las elecciones presidenciales de noviembre de 2024. Y en la convocatoria electoral, los rusos animarán a la población a votar por Trump, o por quien pueda sustituir a los odiados demócratas, formación política cuyo nombre expresa toda la depravación de Occidente.

Mientras tanto, el apoyo a Ucrania, o las iniciativas de paz que se suceden, distinguen los alineamientos políticos de los países afectados. Esto sucede especialmente en Europa, donde se hace uso de dimensiones ideológicas, implícitas en los términos "atlantismo", "europeísmo", "pacifismo" y "putinismo". Pero la preocupación de los países no se centra en la “atormentada Ucrania”, como la llama el Papa Francisco, sino en asegurarse votos y consenso en sus propias diatribas internas.

Los organismos internacionales faltan a sus compromisos, empezando por la ONU, convertida ahora en una reliquia fastuosa y despilfarradora del siglo XX, no más creíble que la casa real inglesa o española. En el ámbito eclesiástico, otro instituto que intenta intervenir pero evidentemente no está en su mejor momento es el Consejo Ecuménico de las Iglesias (CMI, en inglés, World Council of Churches, WCC). El WCC propuso al Papa Francisco que apoye una "mesa redonda" con representantes de las Iglesias ucranianas y del Patriarcado de Moscú, al menos para resolver la espinosa cuestión del Monasterio de las Cuevas de Kiev. La reunión debería celebrarse en Ginebra, uno de los lugares neutrales desde el punto de vista religioso: en sus años de joven obispo, Kirill, el actual Patriarca de Moscú, desarrolló allí el ecumenismo "soviético" durante los años de Brézhnev, y la ciudad aloja las oficinas operativas del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla.

En realidad, el Patriarca Bartolomé no parece estar muy en sintonía con los miembros del WCC, pues en los últimos días hizo ardientes declaraciones contra la Iglesia rusa, invitando a los organismos del diálogo interreligioso a unirse para marginar al Patriarcado de Moscú, "corresponsable de crímenes de guerra" junto con el Kremlin, especialmente la deportación de niños ucranianos. En efecto, fueron precisamente las parroquias y monasterios ortodoxos rusos los que se pusieron inmediatamente a disposición para acoger y "reeducar" a los huérfanos. Esto llevó a la condena internacional del tribunal de La Haya (otro organismo con escasa incidencia a estas alturas). Pero más allá de este aspecto, la cuestión de fondo sigue siendo: ¿por dónde empezar a construir la paz?

El Papa se propone como mediador, y su personalidad sigue siendo una de las pocas verdaderamente autorizadas a nivel internacional, no sólo en el ámbito eclesiástico. La tregua no la decidirán ciertamente los clérigos, y quizá ni siquiera los generales o los políticos: mucho dependerá de los potentados económicos, y de las cuentas entre los dueños de las armas y los de las fuentes de energía. Parece cada vez más probable que la historia acabe repitiéndose: será de nuevo una "tregua eterna", en la que ambas partes se mantendrán firmes en sus propias convicciones y definiciones territoriales y geopolíticas, como nos enseñan muchas situaciones similares en diversas partes del mundo, empezando por Israel y Palestina, donde la guerra y la tregua se han alternado desde los tiempos de Abraham.

Cuando callen las armas, comenzarán las verdaderas negociaciones, no sobre los kilómetros a repartir en torno a las orillas del Dniéper-Dnipró, sino sobre los auténticos "valores espirituales y morales tradicionales", que Rusia reclama como propios, pero que en realidad son comunes a todos los cristianos y seguidores de otras religiones, en Europa y América, en Rusia y China, en el mundo de los seres humanos en todas las latitudes. Y serán, en efecto, negociaciones eternas.

 

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