23/06/2016, 15.58
CHINA
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La fe de los jóvenes chinos crece, en medio de tentaciones de materialismo y ateísmo

de Jin Yan

Una muchacha relata su experiencia de vida: nacida en una familia cristiana, no tiene amigos que compartan sus valores religiosos. Y la sociedad la mira como a una extraña. Con su llegada a una gran ciudad, las cosas empeoran: “Por una parte, están Dios y mi madre; por otra, la propaganda y las dificultades de todos los días”. Un grupo de oración la ayuda a cambiar de dirección: hoy está comprometida en la pastoral juvenil de su diócesis. Un testimonio recogido por la publicación trimestral Tripod, de la diócesis de Hong Kong. Traducción al español a cargo de AsiaNews.

Beijing (AsiaNews) – Nací en los años Ochenta del siglo pasado, en una familia cristiana. La familia era “cristiana” porque mi madre proviene de una familia que ha sido católica por generaciones, y fue ella quien llevó la fe a la familia de mi padre. Por ende, crecí en una atmósfera que podría ser definida como religiosa. Íbamos a misa todos los domingos, y cada sábado por la tarde estudiábamos la Biblia en familia. Pero a causa de los años de persecución y de la propaganda atea, en aquel tiempo la fe religiosa –y en particular, el cristianismo- todavía era discriminada por una buena parte de la sociedad. Cuando yo era pequeña y salía de casa para ir a la iglesia junto a mi madre, nuestros vecinos se mostraban sorprendidos, o bien preguntaban con sarcasmo: ¿Todavía vais a la iglesia, eh? ¿Pero  acaso allí dentro os pagan un salario?

Mis padres me transmitieron su fe católica y el hábito de ir a la iglesia, pero me vi obligada a crecer sola, en una sociedad llena de influencias anti-religiosas. En esa época sólo había dos o tres familias cristianas en la ciudad donde yo vivía, que era el centro del condado. No tenía amigos cristianos de mi edad con quienes hablar de la fe, y tampoco ningún docente que pudiera orientarme en ese área. Todos los que me rodeaban tenían una actitud negativa hacia la religión, que era considerada una superstición.

En las escuelas secundarias, en el plan de estudios apareció la materia “Ideología y política”, y mi mente comenzó a ser invadida por el comunismo y el ateísmo. Me hallaba dividida entre dos mundos: el de mi familia y su fe cristiana, y el de la escuela, con su propaganda y sus exámenes. En lo profundo del corazón creía que mis padres debían tener una razón para su fe. Pero con el tiempo, mis dudas comenzaron a abrirse camino en mi cabeza. Sin el coraje como para desafiar a ninguno de esos dos mundos, me vi obligada a vivir sola con mi conflicto interior.

Cuando yo estaba en problemas, me dirigía al Dios de mis padres. Pero el resto del tiempo estaba sumergida en las clases y en los libros de texto, incluidos los de propaganda política. De este modo, fui capaz de superar los exámenes para ser admitida en el college y de cambiar, así, mi destino, ingresando a una buena universidad. La fe católica era como una semilla, que había sido enterrada, plantada, en el fondo de mi corazón por mis padres, y que estaba aguardando el momento justo para florecer.

Más tarde, tuve la suerte de tener éxito en los exámenes, y me inscribí en un curso de estudio de idiomas. Con mucho tiempo libre en el campus, y con el apoyo de mis padres, comencé a buscar mejores caminos para vivir la fe. Sin embargo, aún me hallaba dividida entre dos mundos: fe y vida. La fe aún era la misma que mis padres me habían donado, pero el lugar donde practicarla se había vuelto una iglesia de ciudad. Mis padres no estaban conmigo. Todavía me encontraba sola en la vida, pero esta vez de una manera más total: debía volverme independiente.

Llegado este punto, entendí con claridad que necesitaba tener amigos de mi misma edad que fueran cristianos, de modo de poder compartir con ellos la fe. Dios realmente se ocupó de mis necesidades. En la ciudad de mi universidad encontré un grupo de oración en el cual conocí a muchos buenos amigos. Nos reuníamos cada fin de semana, íbamos a misa juntos, rezábamos juntos, y todo terminaba con una comida sencilla, pero llena de alegría. Además, en mi ciudad natal, la diócesis había organizado un campamento de verano y otro de invierno, donde habría de conocer a muchos estudiantes cristianos de mi diócesis.

Rezábamos a Dios juntos, compartiendo nuestras experiencias y aprendiendo muchísimo sobre nuestra fe y sobre la Iglesia. Durante este período, sin embargo, Dios aún seguía siendo “el Dios de mi madre”. Tal como ocurre a Jacob (Génesis, 28), que conocía a Dios como “el Dios de mi padre, el Dios de Abraham y el Dios de Isaac”. Sólo cuando Él “me puso en un camino a recorrer, dándome pan que comer y vestido que llevar”, volviendo mi vida más lineal, recién entonces se volvería “mi Dios”. De otro modo, hubiera sido capaz de airarme fácilmente contra Él, presentándole todos mis lamentos.  

Como sea, las actividades de oración y la vida comunitaria –tanto en grupos como en los campamentos- me mantuvieron en estrecho contacto con el Señor. Fui guiada, casi de manera inconsciente- para conocerlo más y para acercarme más a Él. Y, finalmente, el se volvió “mi Dios”.

En el año 2008 me gradué, obteniendo un máster en Lengua y Literatura inglesa. Dado que mi universidad es muy conocida, podría haber encontrado un buen trabajo con facilidad en esa ciudad grande: mudarme y empezar una nueva vida, al igual que todos mis compañeros. Pero justo antes de la ceremonia de graduación, de repente me cansé de la ciudad: parecía que veía claramente el futuro, compuesto por trabajo, residencia (hukou), familia, apartamento, automóvil. Pero no quería pasar el resto de mi vida siguiendo estas cosas.

Quería un significado más grande para mi vida, y tratar de ponerlo en práctica.  Por ende, luego de un período de reflexión, regresé a mi diócesis natal –bajo la mirada de muchos ojos interrogativos- y me dirigí al centro pastoral para comenzar mi ministerio en la Iglesia. Trabajar para la formación del laicado diocesano, pero como laica.

En esa época, el Centro pastoral acababa de inaugurarse, había pocos empleados, y poquísimos recursos. Mi primera tarea fue organizar la oficina, de modo de volver a la misma capaz de manejar los programas de formación. La segunda tarea que me fue encomendada fue acompañar a los grupos juveniles. Al principio me sentía un poco frustrada por la falta de colegas: pero mi buen Señor nunca me abandonó. Su mano poderosa siempre estuvo conmigo.  

Un buen tutor en dicho área me fue de mucha ayuda, sobre todo en términos de espiritualidad. Además del beneficio que significó tener clases de formación, logré comprender mi fe y saber acerca del Dios en que creo. Sentí y siento Su enorme e incondicional amor hacia mí.

Un día, me vi en la imagen del “hijo mayor” del que habla el Evangelio de San Lucas. Si bien nunca había dejado la casa del Padre, jamás había comprendido Su corazón misericordioso. Tenía un corazón frío y egoísta, muy alejado de Él. Sabía que esto se debía a una falta de educación religiosa durante mi juventud, pero también debido a la experiencia de conflicto interno que había vivido en los años anteriores. Cuando logré entenderlo, pude finalmente convertirme en el hijo más joven: el que puede arrodillarse y así experimentar el amor del Señor.  

Este crecimiento personal me preparó para la segunda misión: acompañar a los jóvenes. ¡Cuando los miro, vuelvo a ver mi experiencia y la sensación de estar perdida, luchando por mantener viva la fe de mi familia en un ambiente hostil! Quiero ayudarlos, para que no tengan que luchar solos. Pero no es un trabajo fácil: la nuestra es una época de rápido desarrollo, y las tecnologías están cambiando el mundo cada día que pasa. Y con eso, cambian también las mentes de las personas, y de manera particular, las de los jóvenes.  Son más activos que nosotros, que hemos nacido en los años Ochenta, su vida es más fácil, pero viven sin preocuparse por la historia, por la sociedad, ni por el futuro.

Como consecuencia, para mí es necesario conocer cuáles son sus pensamientos, cómo es su vida, y escucharlos. De este modo, puedo explorar junto a ellos la mejor manera de vivir como cristianos en esta época, en el espíritu del Evangelio. Por ejemplo, “unirse o no al Partido comunista” es un pensamiento que agita mucho a los estudiantes cristianos. Se trata de un contexto particular, que está  a caballo entre la fe y las expectativas del mundo. Es uno de los retos más grandes de nuestro trabajo pastoral. Debemos acompañarlos, guiándolos con paciencia, para poder ayudarlos a ir más allá de este dilema.

Otro ejemplo es dado por el hecho de que prácticamente la nación entera está comprometida en “boicotear todo lo que sea japonés”. Pero nosotros, los cristianos, ¿cómo debemos afrontar este tema? ¿Cómo debemos actuar? Una vez más, este problema requiere de nuestra parte un compromiso con los jóvenes, para que ellos puedan responder de una manera apropiada.

Obviamente que “cosecharás lo que siembres”. Cada año, hay estudiantes que se gradúan y dejan las asociaciones estudiantiles, para irse a vivir a ciudades diferentes. La mayor parte de ellos, incluso después del matrimonio y en los inicios de su propia familia, siguen siendo cristianos activos, involucrados en la Iglesia y en la sociedad. Cuando ocurre esto, mi corazón se llena de alegría, si bien sé que es Dios quien da “cada vez más”. Siento que he encontrado ese significado más grande en una nueva vida, pero también he encontrado una “carrera” que amerita el compromiso de toda mi existencia. ¡Demos gracias a Dios!

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