09/07/2022, 10.12
MUNDO RUSO
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La inevitabilidad de la guerra

de Stefano Caprio

En la base de la gran idea de la paz subyacen valores indiscutibles como la dignidad absoluta del ser humano, la superioridad del derecho internacional, e incluso la dependencia económica recíproca. Pero ahora volvemos a discutir los principios que desde siempre han instigado a los poderosos a la guerra: la afirmación de la identidad nacional y cultural, la defensa de los intereses territoriales y políticos, el rechazo de la dependencia económica de las potencias internacionales.

De todos los soberanos de la milenaria historia de Rusia, entre príncipes de Kiev, zares y emperadores de Moscú y San Petersburgo, secretarios de partido y presidentes de federación, los únicos que no fueron a la guerra son los que duraron en el poder menos de veinte años. Para todos los demás, la proximidad de una posible fecha límite debe haber despertado instintos profundamente arraigados en el alma rusa, aquellos relacionados con el inminente Apocalipsis: si mi poder termina, toda la historia va a terminar.

Incluso la más mundana y frívola entre los grandes rusos a lo largo de los siglos, la emperatriz Isabel, hija de Pedro el Grande, después de más de 15 años de bailes en la corte y lujos desenfrenados (había ascendido al trono en 1741), cuando se dio cuenta del problema que se avecinaba se lanzó a la aventura antiprusiana, tras haber firmado el Tratado de Versalles en 1757, con la adhesión a la liga franco-austríaca contra Federico II el Grande (quien por su parte se mantuvo en el poder durante más de cuarenta años). La emperatriz, que a menudo era presa de crisis místicas y ansias de redención, entendía la guerra como una defensa de las fronteras de Rusia de los objetivos invasivos de los prusianos, que en su opinión deberían ser desmilitarizados para la seguridad de Europa y de todo el mundo mundo. En realidad el conflicto se amplió hasta convertirse en la "Guerra de los Siete Años", y también ha sido considerado como la verdadera "Primera Guerra Mundial", porque se extendió no sólo a Europa, desde el Atlántico hasta los Urales, sino incluso a las Indias y América del Norte.

Para poner las cosas en su lugar tuvo que intervenir otra emperatriz, Catalina II la Grande, una alemana que había descubierto la vocación universal de Rusia, y por eso invadió y sometió la Crimea de los tártaros. Por lo tanto, no se puede afirmar que la presencia en la cima de personalidades femeninas aumenta las posibilidades de un reinado pacífico. El Putin de hoy sigue fielmente las huellas de las dos emperatrices más importantes del siglo XVIII ruso.

La inclinación bélica de Rusia ha reaparecido en nuestros días de manera inesperada, pero ciertamente no imprevisible. La cuestión de fondo sigue estando relacionada con las dimensiones geográficas, más que con la ferocidad del carácter de aquellos que los bizantinos del siglo IX llamaban "los Rhos", bárbaros de pelo brillante, una de las posibles explicaciones de la eponimia de los eslavos orientales de las tierras del norte. Rusia es demasiado grande para no temer constantemente ser invadida, y se moviliza de todas las maneras posibles para proteger sus propias fronteras, sus propias u-krainas, las zonas bajo control euroasiáticas, terrestres y marítimas, sociales y políticas, culturales y religiosas.

Acercándonos al medio año de guerra en Ucrania, mientras nos preguntamos si hay una manera de poner fin a un conflicto que está agotando psicológicamente a Europa y no solo a ella (la solución que se sugiere es solo una: la rendición de los ucranianos), debemos darnos cuenta de que en realidad hay un factor que ya no podemos excluir de nuestra vida, y es precisamente la guerra.

Cuando habló a la Duma de Moscú el 7 de julio, Putin advirtió que “en Ucrania ni siquiera hemos comenzado a hacer las cosas en serio”, y no se trata solo de las manías agresivas y depresivas de un líder fuera de control. Por el contrario, hasta ahora el presidente ruso parece ser el único capaz de frenar de alguna manera la ansiedad de los halcones del Kremlin, que querrían abalanzarse de nuevo sobre Kiev y Leópolis, tomar Odessa y quizás Moldavia, empezando por el tenebroso consejero Nikolai Patrušev (el que gobernaría el estado si Putin falleciera), o del expresidente y eterno delfín Dmitry Medvedev, quien debido la desesperación por el fracaso de la conquista incluso se llevó una pistola a la cabeza, aunque afortunadamente le temblaba la mano por el exceso de vodka que había ingerido.

Los rusos y los ucranianos se hacen la guerra desde los orígenes de la Rus de Kiev, y seguirán luchando hasta la tarde del día del juicio final, como los árabes y los israelíes, los armenios y los azeríes, los libios y los georgianos entre sí, como sucede en todas las zonas de fractura de la historia. La cuestión es que los europeos, los americanos, los "occidentales" (entre los que hay que contar a los japoneses y los australianos, que son los pueblos más "orientales"), todos los hombres "civilizados" y veteranos de las guerras mundiales del siglo XX, en definitiva, nos habíamos convencido de que nunca más habría guerra, que habíamos encontrado la fórmula de la paz eterna y universal.

No era así y lo sabíamos muy bien. Nosotros mismos hemos acumulado un número impresionante de guerras en todas las latitudes y en todos los continentes, incluyendo las tierras que bordean el Mediterráneo, desde los Balcanes hasta Oriente Medio y el norte de África. La ilusión y la hipocresía nos impidieron creer en la “tercera guerra mundial en pedazos” sobre la que el Papa Francisco nos viene advirtiendo desde hace casi una década. Qué quieren que entienda alguien que viene de la Tierra del fuego, nosotros estamos tranquilos, tenemos dinero y democracia, nunca nos va a pasar nada malo. En todo caso, debemos ocuparnos de las amenazas ambientales y ecológicas, de las discriminaciones étnicas y morales, de cuestiones refinadas y sacrosantas. En cambio, resuenan terriblemente actuales las palabras del más grande comentador ruso de la Guerra y la Paz, Lev Tolstoy:

«La guerra no es algo agradable, sino lo más abominable de la vida; es preciso comprenderlo y no convertirla en un juego, aceptando seria y serenamente esta terrible necesidad. En eso consiste todo: en descartar la mentira y que la guerra sea la guerra y no un juego. De lo contrario, la guerra se convierte en el pasatiempo predilecto de la gente ociosa y superficial ... La condición del soldado es la más honorable. Pero, ¿qué es la guerra, qué se requiere para tener éxito en el ámbito militar, cuáles son las costumbres del ámbito militar?  La finalidaad de la guerra es matar, los instrumentos de la guerra son el espionaje, la traición y la instigación a la traición, la ruina de los habitantes, el saqueo y el robo a su costa para abastecer al ejército; el engaño y la mentira, definidos como astucia militar. Las costumbres de la clase militar son la ausencia de libertad, es decir, la disciplina, la ociosidad, la ignorancia, la crueldad, la corrupción, la embriaguez. Y a pesar de eso, es la clase superior, respetada por todos. Todos los reyes, excepto el emperador de China, visten uniformes militares y la mayor recompensa se otorga a los que han matado a más personas... Se reúnen, como lo harán mañana, para matarse unos a otros, masacran, mutilan a decenas de miles de hombres y luego celebran servicios de acción de gracias por haber matado a muchas personas (cuyo número también es exagerado) y proclaman la victoria, creyendo que cuanta más gente hayan matado, mayor será el mérito. ¡Cómo hace Dios allá arriba para mirarlos y escucharlos!» —gritó con voz aguda y chillona. «Ah, alma mía, en estos últimos tiempos vivir se ha vuelto doloroso para mí. Veo que empiezo a entender demasiadas cosas. Y no le conviene al hombre gustar los frutos del árbol del bien y del mal… Bueno, ¡pero no será por mucho tiempo!», añadió esperanzado.

Ante nuestros ojos, el Kremlin tiene en jaque al mundo entero. ¿Qué hicimos mal? Se pregunta el redactor de la columna rusa "Ideas", Maxim Trudolyubov. ¿Estaban equivocadas nuestras convicciones, en base a las cuales pensábamos que podíamos construir un mundo de paz? En 1945 se reunieron los representantes de los países capitalistas y los comunistas, de Oriente y de Occidente, de las organizaciones judías y de las Iglesias cristianas, y crearon juntos la Organización de las Naciones Unidas, un círculo gigantesco de proclamas solemnes que hoy parece estar tan olvidado que muy pocos saben escribir correctamente el apellido de su secretario.  La ONU tenía que prevenir, limitar y sofocar todas las guerras en el mundo, y debemos concluir, al menos en esta etapa, que ha fracasado estrepitosamente en su misión.

En la base de la gran idea de la paz subyacen valores indiscutibles como la dignidad absoluta del ser humano, la superioridad del derecho internacional e incluso la dependencia económica recíproca. Ahora volvemos a discutir los principios que siempre han instigado a los poderosos a la guerra: la afirmación de la identidad nacional y cultural, la defensa de los intereses territoriales y políticos, el rechazo de la dependencia económica de las potencias internacionales. Aquellos principios ilustrados que el filósofo Kant, en la época de las emperatrices rusas, trató de describir en el tratado “Por una paz perpetua”, dice Trudolyubov, “hoy parecen elementos de sátira política sobre el descanso eterno”, en los cementerios donde se veneran los caídos buriatos o chechenos de la invasión a Ucrania, o en las ruinas de Mariupol y otras ciudades arrasadas por el ejército ruso.

La guerra no terminará pronto y para construir la paz debemos aprender a tomarla en serio. Como escribió Tolstoi, “la guerra es el cuerpo mismo del hombre, una sensación de soledad que se funde con la sensación de dolor”. No podemos “estar al mismo tiempo ociosos y tranquilos”, advierte el gran escritor, porque “una voz secreta nos dice que, si estamos ociosos, también somos culpables”. El ocio era la condición del Paraíso, en la tierra debemos actuar para construir un mundo siempre nuevo, para volver a reconstruir después de cada fracaso y destrucción. Con la ayuda de Dios, que no nos incita a la guerra, pero sabe que no somos capaces de vivir en paz.

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