11/03/2023, 14.17
MUNDO RUSO
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Rusia, la patria madrastra

de Stefano Caprio

En una temeraria inversión de frentes, la vanguardia soviética del feminismo mundial se transforma hoy en la celebración de las "madres heroicas", premiadas en el Kremlin por Putin. La verdadera víctima de la guerra es precisamente el mito de la madre, de la mujer rusa que cuida de toda la familia y de todo el pueblo, asumiendo los sufrimientos y las humillaciones, como la Matryona de Solzhenitsyn, el alma de toda la aldea de los perseguidos.

 

Las celebraciones del 8 de marzo por el Día de la Mujer se sienten de una manera muy especial en el mundo ruso y exsoviético, ya que la fecha era solemnizada y casi reivindicada como exclusiva por los rusos desde los tiempos de la revolución. En efecto, fueron las mujeres de Petrogrado -la capital a la que habían cambiado el nombre para quitarle la raíz alemana- las que el 8 de marzo de 1917 se rebelaron contra las autoridades para pedir pan, porque el régimen de guerra había reducido al hambre a la población. El zar Nicolás II se había trasladado al frente, donde había concentrado todos sus ejércitos en un vano intento de derrotar al adversario germano, y sólo quedaban los cadetes para defender los palacios del poder, arrasados por el ímpetu femenino.

Así comenzó la "revolución de febrero", ya que la fecha todavía correspondía al 25 de febrero en la variante del calendario juliano, posteriormente transformada en 8 de marzo por los bolcheviques después de la "revolución de octubre" del 7 de noviembre. La ambigüedad de las fechas no empaña el orgullo de la reivindicación, aunque los estadounidenses han tratado de confundir las ideas, con la característica "maldad" que hasta el día de hoy denuncian enfáticamente los rusos, atribuyendo al día de la mujer una serie de hechos anteriores y posteriores, desde el levantamiento de las sufragistas hasta otras manifestaciones públicas que enarboló después el movimiento feminista. En una temeraria inversión de frentes, la vanguardia soviética del feminismo mundial se transforma ahora en la celebración de las "madres heroicas" premiadas por Putin en el Kremlin, tanto por la dignidad de las madres mayores que reciben a sus hijos caídos en Ucrania defendiendo la patria como por el gran aporte de las jóvenes dispuestas a engendrar numerosos hijos, destinados a su vez a sacrificarse en futuras guerras para preservar los "valores tradicionales", que también son ya propiedad exclusiva de la madre Rusia.

La maternidad en relación con el pueblo es, de hecho, la razón de fondo del conflicto con Ucrania, donde se enfrentan la madre natural de todas las ciudades rusas, la Kiev de la antigua Rus', y la madrastra "de todas las Rusias posteriores", la Moscú del renacimiento después de los tártaros. No es casualidad que en los días posteriores a la celebración del 8 de marzo Putin decidiera lanzar las bombas hipersónicas precisamente contra Kiev, para no limitarse al extenuante "desafío de Bakhmut", la pequeña aldea que se considera crucial para el destino de la guerra y de la que todos se olvidarán tan pronto como termine su destrucción total. En realidad la verdadera batalla en Bakhmut es entre los mercenarios de la Wagner y los altos mandos del ministerio de defensa ruso, para decidir quién manda realmente en Rusia. El gran objetivo sigue siendo la madre renegada que los tártaros arrasaron en 1240, permitiendo así que Moscú se apoderara de toda la familia, precisamente gracias a su alianza y al comercio con los Khan mongoles. Y el heredero actual, el “Gran Khan” Xi Jinping, parece estar a punto de realizar por fin el sueño de su antepasado Genghis Khan (“Khan de los Océanos”): que Asia domine el mundo entero.

Para la Rusia de Moscú, Kiev no debería haber vuelto a ocupar nunca un lugar en la historia, como ocurrió tan sólo cuatro siglos después de la invasión tártaro-mongola. No es casualidad que la polémica entre rusos y ucranianos se refiera precisamente al vínculo con la raíz original, que según los primeros se habría conservado gracias al renacimiento que protagonizaron los moscovitas después de las invasiones extranjeras, mientras que los segundos afirman que la fusión de los rusos con los tártaros ha producido un monstruoso mestizaje étnico-político. “Rasca al ruso y encontrarás al tártaro”, dijo también Napoleón al observar el incendio de Moscú, que le obligó a regresar a París con el rabo entre las piernas. En efecto, el zar que derrotó definitivamente a los mongoles, Iván el Terrible, en realidad no exterminó a sus adversarios, sino que los integró en la administración y el ejército rusos, dejando una presencia muy significativa en la composición territorial.

Incluso hoy en la Federación Rusa hay dos repúblicas de etnia tártara, Tartaristán, cuya capital es Kazán (la ciudad donde la Virgen había inspirado la victoria de Iván) y Baskortostán cuya capital es Ufá, dos regiones con fuertes tendencias independentistas aunque no muy amigas entre sí, como ocurría con las tribus mongolas vagamente amalgamadas de los tiempos de la Horda de Oro. Hay presencias tártaras dispersas en muchas otras realidades locales de Rusia, y son una espina clavada en el costado de la "sagrada Crimea" que se reconquistó en 2014, donde tuvo su sede durante siglos el kanato más irreductible, a pesar de las guerras, deportaciones y persecuciones que no han logrado eliminar sus huellas y reivindicaciones. Más allá de las numerosas etnias de la Federación, en el Cáucaso, en Karelia del Norte y en toda la parte asiática, la de los tártaros podría volver a representar el verdadero peligro para la disolución de Rusia.

Por otra parte los ucranianos difícilmente pueden reclamar "pureza eslava oriental", aunque muchos de sus territorios permanecieron a salvo de los estragos de los mongoles gracias a la protección de Lituania y Polonia. La identidad ucraniana propiamente dicha se afirmó con fuerza a partir del siglo XVII con los cosacos, tan herederos de los nómadas asiáticos como de los mercaderes turcos y los guerreros errantes del reino polaco. La descendencia de los cosacos también se la disputan las dos almas de Moscú y Kiev; la revuelta contra los reyes de Vilna y Cracovia llevó a gran parte de los combatientes nómadas a buscar la protección del zar ruso, quien los enviaba a las regiones más remotas, probablemente para anexar las tierras asiáticas a Rusia, dando lugar a una serie infinita de revueltas -desde Steñka Razin hasta Yemelián Pugachov- que han marcado profundamente la historia rusa desde el siglo XVIII hasta nuestros días. La poderosísima compañía Wagner de Yevgeny Prigozhin, al fin y al cabo, trae a la memoria las hazañas de los mercenarios cosacos, y el "cocinero" de Putin parece elevarse a la gloria del atamán que se rebela contra todos los poderes para salvar a todo el pueblo.

No hay duda de que el renacimiento de Kiev supuso entonces una masiva "invasión de Occidente" en el mundo ruso, no sólo en un sentido militar sino más propiamente cultural e ideológico; más aún, incluso religioso y teológico. La disputada capital que los rusos recuperaron en 1682 fue la sede de la prestigiosa Academia del metropolita Petro Mogila, quien introdujo la escolástica jesuítica para dar un contenido sistemático a la tradición ortodoxa. La Academia se convirtió en la "madre de todas las escuelas rusas", incluso de la Universidad de Moscú, fundada en 1752 por el genio de Mijaíl Lomonósov, un Leonardo y Galileo ruso que había estudiado en la Academia de Kiev.

Como explica el historiador y politólogo ruso Sergey Medvedev, “para Rusia, el año de la guerra ha significado la muerte de los mitos fundacionales” de la identidad rusa, y los bombardeos contra Kiev son la imagen más paradójica de ello: destruir la Rus' para salvar a Rusia. La "gran cultura rusa" se derrumba en la más grotesca de las catástrofes humanas, hasta el punto de que se avergüenzan de leer a Pushkin y Dostoievski. Pero también se derrumba el orgullo del “segundo ejército del mundo”, un lamentable revoltijo de bandoleros, violadores sádicos y mobiki, los movilizados sin arte ni parte que son masacrados implacablemente como carne de cañón para conquistar unos pocos kilómetros del devastado Donbass, la antigua tierra de los cosacos. Desaparece el mito de la "Rusia revolucionaria" y rebelde en un desolador espectáculo de sumisión aterrorizada, que acepta la muerte como destino con una resignación y una cobardía mucho más profundas que en tiempos de Stalin.

Y, sobre todo, la víctima de la guerra es precisamente el mito de la madre, de la mujer rusa que cuida de toda la familia y de todo el pueblo asumiendo los sufrimientos y las humillaciones, como la Matryona de Solzhenitsyn, el alma de toda la aldea de los perseguidos. El mito de la madre, por otra parte, es aún más originario que toda la teoría de los "valores tradicionales morales y espirituales" y constituye incluso su raíz más antigua. El príncipe varego Oleg el Sabio llamó a Kiev la "madre de todas las ciudades rusas" ya en el 862, un siglo antes del bautismo cristiano de Vladimir el Grande, después de haber derrotado a sus parientes Askold y Dir, que se habían apoderado del "paso de Kyj”, el mercader varego que construyó el puente sobre el Dnieper y de esa manera le dio una razón de ser a un estado disperso en un territorio sin límites. Así nació la Frontera, la “u-krayna” en torno al río, un seno materno para aquellas que los varegos llamaban las gard (gorod en eslavo, las ciudades) en la extensión a la que habían dado el nombre de Gardariki, la “tierra de las ciudades”. Posteriormente los bizantinos sustituyeron ese nombre por el mítico de Rus' , a cuyos habitantes temían como los bárbaros Rhos de cabellos rojos.

Oleg el Sabio remitía el honor de la madre al mito pagano de la "Madre Tierra Húmeda", la diosa Mokoš que era una síntesis de la religión escandinava con la iraní y la turania, tradiciones que después se mezclaron con el cristianismo en lo que siempre se ha llamado dvoeverie, la "doble fe" pagana y cristiana de los rusos. Los íconos rusos de María representan obligatoriamente a la Madre de Dios abrazando al Niño, hasta el punto de que los rusos consideraron que uno de los mayores ejemplos de herejía y degradación occidental era la Madonna Sixtina de Rafael, quien en vez de ocultarse en la mirada al Hijo, mira a los ojos al espectador, imponiendo su desbordante feminidad. La obra maestra del Renacimiento se conserva en Dresde, la ciudad alemana que ha sido fatal para los rusos, donde el propio Putin ejerció sus funciones como oficial de la KGB y presenció en directo el derrumbe del imperio soviético. Quizá ya entonces, escandalizado por la audacia de la mujer occidental, el nuevo zar pensó que su destino era recuperar a la madre Rusia perdida.

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