20/09/2016, 19.07
ITALIA -VATICANO
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Papa: en Asís, cristianos sabemos vivir junto “a cuántos viven como crucificados”

La meditación de Francisco en el encuentro “Sed de paz: religiones y culturas en diálogo”. “Imploran paz  para las víctimas de la guerra, que contaminan los pueblos de odio y la Tierra de armas; imploramos paz para nuestros hermanos y hermanas que viven bajo la amenaza de los bombardeos o son obligados a dejar sus casas y emigrar hacia lo desconocido, despojados de todo”.

Asís (AsiaNews)- Los cristianos sabemos vivir junto “a cuántos hoy viven como crucificados, a cuántos “imploran la paz”, piden ayuda, pero no son escuchados. Es la meditación que el Papa Francisco propuso a los cristianos reunidos en la Basílica inferior de San Francisco para una oración ecuménica. Es el primer momento público de la visita de Francisco al encuentro: “Sed de Paz: religiones y culturas en diálogo”, organizado por la Comunidad de San Egidio, de la diócesis umbría y por las familias Franciscanas en el 30° aniversario de la Jornada mundial de oración por la paz convocada el 27 de octubre de 1986 por Juan Pablo II.

Llegó al final de la mañana, Francisco almorzó en el Sagrado Convento. En su mesa estaba el Patriarca ecuménico, Bartolomé I, el patriarca sirio-ortodoxo Efrem. El filósofo polaco Zygmunt Bauman y 12 refugiados provenientes de países en guerra. Una de ellas, una señora de Alepo, contó su historia. Durante el almuerzo, Marco Impagliazzo. Presidente de la Comunidad de S. Egidio, recordó el 25° aniversario del Patriarcado de Bartolomé I.

Después del almuerzo el Papa se encontró personalmente con Bartolomé I, Ignatius Efrem II, patriarca sirio-ortodoxo de Antioquía; con Justin Welby, arzobispo de Canterbury y primado de la Iglesia de Inglaterra; con Zygmunt Bauman, Din Syamsuddin, presidente del Consejo de los Ulemas de Indonesia y con el Gran Rabino israelí David Rosen.

A los representantes de las diversas religiones han rezado por la Paz en lugares diferentes de Asís. Todos los cristianos se reunieron en la Basílica inferior de San Francisco para una oración Ecuménica, durante la cual fueron nombrados todos los países en guerra y por cada uno de ellos se encendía una vela.

La meditación del Papa y la de Bartolomé partieron de la frase “tengo sed” pronunciada en el Apocalipsis por Jesús crucificado. “Hemos llegado a esta santa ciudad-dijo entre otras cosas el patriarca- desde varias partes del mundo y nos encontramos juntos, como cristianos, en este lugar sagrado para invocar al señor el más grande se Sus dones, la Paz, de parte de Él que es el Rey de la Paz. Sí, porque testimonió con su misma vida el amor encarnado- la paz de los hombres, el amor interior- la paz de Dios, el amor de la Cruz y de la Resurrección-la paz cósmica”

Hoy –dijo aún- a los Cristianos se les pide una “martyria”, un testimonio de comunión: “Os reconocerán de cómo os amáis” (Jn. 13,35). ¿Cuál palabra de paz podrá ser ofrecida al otro, al diverso, al lejano, al desconocido, a aquel que se interpone entre nosotros, si aquella palabra de paz no será una real experiencia de comunión con la Luz Radiante de la Mañana? ¿Cómo ofrecer paz que es amor, sin el real testimonio que es el martirio? Sin ser íconos vivientes de la Comunión trinitaria en Dios y con el prójimo?”.

“Ante Jesús crucificado, palabras del Papa, resuenan también para nosotros sus palabras: «Tengo sed» (Jn 19,28). La sed es, aún más que el hambre, la necesidad extrema del ser humano, pero además representa la miseria extrema. Contemplemos de este modo el misterio del Dios Altísimo, que se hizo, por misericordia, pobre entre los hombres.

¿De qué tiene sed el Señor? Ciertamente de agua, elemento esencial para la vida. Pero sobre todo tiene sed de amor, elemento no menos esencial para vivir. Tiene sed de darnos el agua viva de su amor, pero también de recibir nuestro amor. El profeta Jeremías habló de la complacencia de Dios por nuestro amor: «Recuerdo tu cariño juvenil, el amor que me tenías de novia» (Jer 2,2). Pero dio también voz al sufrimiento divino, cuando el hombre, ingrato, abandonó el amor, cuando ―parece que nos quiere decir también hoy el Señor― «me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados que no retienen agua» (v. 13). Es el drama del «corazón árido», del amor no correspondido, un drama que se renueva en el Evangelio, cuando a la sed de Jesús el hombre responde con el vinagre, que es un vino malogrado. Así, proféticamente, se lamentaba el salmista: «Para mi sed me dieron vinagre» (Sal 69,22).

«El amor no es amado»; según algunos relatos esta era la realidad que turbaba a san Francisco de Asís. Él, por amor del Señor que sufre, no se avergonzaba de llorar y de lamentarse a alta voz (cf. Fuentes Franciscanas, n. 1413). Debemos tomar en serio esta misma realidad cuando contemplamos a Dios crucificado, sediento de amor. La Madre Teresa de Calcuta quiso que, en todas las capillas de sus comunidades, cerca del crucifijo, estuviese escrita la frase «tengo sed». Su respuesta fue la de saciar la sed de amor de Jesús en la cruz mediante el servicio a los más pobres entre los pobres. En efecto, la sed del Señor se calma con nuestro amor compasivo, es consolado cuando, en su nombre, nos inclinamos sobre las miserias de los demás. En el juicio llamará «benditos» a cuantos hayan dado de beber al que tenía sed, a cuantos hayan ofrecido amor concreto a quien estaba en la necesidad: «En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).

Las palabras de Jesús nos interpelan, piden que encuentren lugar en el corazón y sean respondidas con la vida. En su «tengo sed», podemos escuchar la voz de los que sufren, el grito escondido de los pequeños inocentes a quienes se les ha negado la luz de este mundo, la súplica angustiada de los pobres y de los más necesitados de paz. Imploran la paz las víctimas de las guerras, las cuales contaminan los pueblos con el odio y la Tierra con las armas; imploran la paz nuestros hermanos y hermanas que viven bajo la amenaza de los bombardeos o son obligados a dejar su casa y a emigrar hacia lo desconocido, despojados de todo. Todos estos son hermanos y hermanas del Crucificado, los pequeños de su Reino, miembros heridos y resecos de su carne. Tienen sed. Pero a ellos se les da a menudo, como a Jesús, el amargo vinagre del rechazo. ¿Quién los escucha? ¿Quién se preocupa de responderles? Ellos encuentran demasiadas veces el silencio ensordecedor de la indiferencia, el egoísmo de quien está harto, la frialdad de quien apaga su grito de ayuda con la misma facilidad con la que se cambia de canal en televisión.

Ante Cristo crucificado, «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1,24), nosotros los cristianos estamos llamados a contemplar el misterio del Amor no amado, y a derramar misericordia sobre el mundo. En la Cruz, árbol de vida, el mal ha sido trasformado en bien; también nosotros, discípulos del Crucificado, estamos llamados a ser «árboles de vida», que absorben la contaminación de la indiferencia y restituyen al mundo el oxígeno del amor. Del costado de Cristo en la cruz brotó agua, símbolo del Espíritu que da la vida (cf Jn 19,34); que del mismo modo, de nosotros sus fieles, brote también compasión para todos los sedientos de hoy.

Que el Señor nos conceda, como a María junto a la cruz, estar unidos a él y cerca del que sufre. Acercándonos a cuantos hoy viven como crucificados y recibiendo la fuerza para amar del Señor Crucificado y resucitado, crecerá aún más la armonía y la comunión entre nosotros. «Él es nuestra paz» (Ef 2,14), él que ha venido a anunciar la paz a los de cerca y a los de lejos (Cf. v. 17). Que nos guarde a todos en el amor y nos reúna en la unidad, en la que estamos en camino para que lleguemos a ser lo que él desea: «Que todos sean uno» (Jn 17,21).»

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