Arun: «Mi historia en Bhadrachalam y la misión en la India»
El testimonio ofrecido en Milán, en la fiesta de San Francisco Javier, por un diácono originario de Telangana que se prepara para convertirse en misionero del PIME: «El bosque de Koya fue mi primer seminario: allí aprendí que la misión no consiste en grandes discursos u obras extraordinarias, sino en la presencia constante y en escuchar a la gente. No sé adónde iré, pero sé con quién iré: con Jesús al lado de los pobres, los solos y los olvidados».
En la fiesta de San Francisco Javier, AsiaNews promovió anoche en el Centro PIME de Milán la velada «Cristianos de la India: el Evangelio entre templos antiguos y metrópolis actuales», durante la cual algunos cristianos indios hablaron de su fe. Intervinieron los diáconos del PIME Arun Parise, originario de Telangana, y Ashish Karad, que creció en el conflictivo estado de Orissa. La hermana Susila Anthony Pillai, misionera de la Inmaculada que ejerce su ministerio en Italia, llevó la voz de las comunidades católicas de pescadores de Tamil Nadu. Por último, la familia Cherupushpam, de la comunidad siro-malabar de Milán, contó cómo se transmite entre los migrantes indios la liturgia y la espiritualidad de este antiguo rito católico oriental arraigado en Kerala. A continuación publicamos el texto del testimonio ofrecido por el diácono Arun Parise.
Me llamo Arun Parise, soy diácono misionero del PIME y vengo del sur de la India, del estado de Telangana. Estoy muy feliz de estar aquí esta noche para compartir con ustedes mi historia, que es también la historia de una comunidad, de los misioneros y de la propia misión.
La India es un país con muchas religiones. La mayoría de la población es hindú, luego hay musulmanes, budistas, sijs y otras religiones. Los cristianos representan solo una pequeña minoría, alrededor del 2 % de la población, y los católicos son aún menos. En muchos pueblos y ciudades no hay iglesias, sacerdotes residentes ni comunidades organizadas. Ser cristiano significa a menudo vivir la fe en pequeño, con discreción y sencillez.
Yo provengo de una ciudad llamada Bhadrachalam, famosa en toda la India por un gran templo hindú dedicado al dios Rama. Cada día llegan miles de peregrinos. La vida de la ciudad gira en torno al templo. Ser cristiano allí significa ser visiblemente diferente. No hay persecución abierta, pero se vive como una minoría, con la fe que se practica día a día.
Mi familia se mudó a Bhadrachalam en 1996 por motivos de trabajo. Antes vivíamos en otro pueblo. Cuando llegamos, no hay una parroquia estable, no hay iglesia y no hay sacerdote residente. La misa solo se celebraba cuando un sacerdote podía venir de fuera. Dos años antes, en 1994, habían llegado las hermanas de Santa Ana de Lucerna. Habían abierto una escuela primaria muy sencilla. Mis padres empezaron a trabajar allí como maestros y yo asistía a esa escuela. No era solo una escuela: era un hogar, un lugar donde nos sentíamos acogidos, escuchados y acompañados en nuestro crecimiento.
En 1998 ocurre un hecho decisivo para toda la ciudad. El obispo pide ayuda al PIME, que envía a un misionero para iniciar una presencia estable en la zona. Llega el padre Agustín, también indio, pero procedente de Kerala, una región completamente diferente a la nuestra en cuanto a idioma, cultura y forma de vida. Cuando llega, no habla nuestro idioma y no conoce a nadie. La comunidad cristiana es pequeña y no hay estructuras ni parroquias. Sin embargo, no se desanima. Empieza visitando a las familias, escuchando, aprendiendo el idioma y compartiendo la vida cotidiana de la gente. No llega con grandes proyectos, sino con el corazón abierto.
Poco a poco, la gente empieza a confiar y a participar en la vida cristiana. Nace el deseo de construir una iglesia, pero las dificultades son muchas. Las autoridades no quieren dar el permiso por miedo a las conversiones. Al final, solo conceden un permiso especial: se puede construir un edificio, pero no puede ser reconocido oficialmente como iglesia. Todavía hoy, en la fachada pone «Community Hall» (salón comunitario). Para nosotros, sin embargo, ese lugar es nuestra iglesia, donde celebramos la Eucaristía y crecemos en la fe.
El padre Agustín no se limita a la ciudad. También comienza a visitar las aldeas de la selva, donde vive la población tribal de los Koya. Son aldeas lejanas, pobres y de difícil acceso. Las carreteras son malas y, durante la temporada de lluvias, a menudo intransitables. En estas visitas, mi papá siempre acompaña al padre Agostino. Hace de chofer, de catequista, canta en el coro, realiza pequeños trabajos en la iglesia y ayuda en todo lo que se necesita. Lo hace desde hace casi 35 años y sigue haciéndolo hoy en día. Mi mamá también contribuye con el coro, con el servicio y ayudando a preparar las comidas cuando es necesario.
Cuando tenía cinco o seis años, a veces iba con ellos al bosque. Recuerdo las cabañas, la pobreza, los niños descalzos y la gente sentada en el suelo para escuchar la Palabra de Dios. No lo entendía todo, pero sentía que allí Dios estaba cerca. Ese bosque fue mi primer seminario: allí aprendí que la misión no consiste en grandes discursos u obras extraordinarias, sino en la presencia constante y en escuchar a la gente.
La historia de la misión entre los koya es larga y difícil. Ya a finales del siglo XIX, algunos misioneros del PIME, como el padre Salvi, intentaron adentrarse en esos bosques. En 1886 celebró la primera misa en un pueblo, pero el clima, las enfermedades y las durísimas condiciones detuvieron la misión: algunos miembros de la expedición murieron y el padre Salvi enfermó gravemente. Años más tarde, el padre Pietro Offredi intentó otra incursión, pero tampoco este proyecto salió adelante. Durante muchos años se dijo que para los koya «aún no era el momento adecuado».
Tras la independencia de la India, muchas zonas tribales son cerradas y controladas por el Estado. No se puede entrar libremente, no se pueden comprar terrenos y toda actividad debe pasar por el gobierno, lo que dificulta aún más la misión. En los años ochenta, algunas congregaciones logran bautizar a algunos pueblos y en los noventa llegan los jesuitas a zonas cercanas. Finalmente, en 1998, el PIME puede establecer una presencia estable en Bhadrachalam con el padre Agustín. Después de más de cien años, la misión se reanuda con paciencia, gradualidad y esperanza.
Hoy en día, la comunidad crece. Hay unas 250 familias cristianas. Una de las aldeas visitadas en la selva se convirtió en una nueva parroquia hace unos cinco años. La misión no crece rápidamente, pero crece en profundidad.
Poco a poco surge en mí una pregunta: ¿qué quiero hacer con mi vida? En 2011 entro en el PIME. Al principio pensaba que la misión significaba ir lejos, pero luego comprendí que significa sobre todo estar cerca: estar con los pobres, con los que están solos, con los olvidados. Llevar a Jesús no con grandes palabras, sino con la vida cotidiana.
No me hago misionero porque alguien me lo haya dicho. Me hago misionero porque he visto misioneros: el padre Agustín, las hermanas, mi papá y mi mamá. Ellos han sido mi primer Evangelio.
Hoy me preparo para partir como diácono misionero. Aún no sé adónde me enviarán, pero sé con quién iré: con Jesús. Nací en una comunidad que no tenía casi nada y hoy estoy aquí ante ustedes. Esto me enseña que la misión no consiste en grandes obras, sino en la fidelidad cotidiana y el amor sencillo.
Agradezco al PIME por haber caminado en mi tierra, agradezco a los misioneros por el don de su vida, agradezco a mi familia por su fe concreta y sencilla y les agradezco a todos ustedes por haberme escuchado.
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