04/03/2022, 13.22
MUNDO RUSO
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La disidencia en la Rusia de hoy

de Stefano Caprio

Desde los "viejos creyentes" hasta el samizdat, la disidencia siempre ha sido una característica de la sociedad rusa. Y a pesar de toda la fuerza de la censura y la represión impuesta por Putin en los últimos años, está emergiendo de nuevo “de abajo de las piedras”, según la célebre expresión de Solzhenitsyn.

Uno de los aspectos que más impresiona de la Rusia de Putin, en los sombríos días del ataque a Kiev, es la pasividad de la mayoría de la población rusa, que fuera de las protestas juveniles no manifiesta ningún disenso real con las decisiones de su líder. Hasta la Iglesia se muestra reacia a expresarse y el patriarca de Moscú Kirill (Gundjaev) no va más allá de genéricas exhortaciones a la pacificación de las "tierras rusas" descendientes del antiguo Bautismo de Kiev, avalando así implícitamente la lectura putiniana de la historia que ha justificado esta "operación militar especial" que en Rusia ni siquiera se permite llamar "guerra".

La clausura de la asociación humanitaria "Memorial", impuesta pocos meses atrás y confirmada hace pocos días por el Tribunal Supremo de Moscú, parece bajar definitivamente el telón sobre la manifestación organizada de la disidencia, que ha conocido una historia gloriosa incluso en tiempos aparentemente mucho más duros, durante la Unión Soviética del terror estalinista y el largo estancamiento brezhneviano.

Sin embargo, la extraordinaria creatividad del movimiento samizdat - la autoedición clandestina de la época soviética - había sido capaz de afirmar una contracultura en todos los niveles y no solo el político-social de Andrei Sájarov, uno de los fundadores de Memorial en los años 80, o el histórico-documental del Archipiélago Gulag de Alexandr Solzhenitsyn, para nombrar solo los premios Nobel, a los que también podemos añadir otro galardonado, el poeta Josif Brodsky, que no se opuso directamente al régimen sino que sólo pidió libertad para escribir poesía.

El samizdat unía a las generaciones, comenzando por los escritores que sobrevivieron a los campos de concentración y los músicos de jazz del primer deshielo post-Stalin de los años '50 - los llamados styljagi por el "estilo" estadounidense de su pelo y su ropa. Era una disidencia musical, artística y religiosa, un fervor de "seminarios clandestinos" en los que se discutía de todo, desde el destino de Rusia hasta los conflictos étnicos y culturales del inmenso país que quería someter al mundo entero a la ideología oficial del Partido. El fin del comunismo significó también el fin de la disidencia, por la falta de adversarios e interlocutores, y hoy pretenden borrar por completo su memoria.

En realidad la disidencia siempre ha sido una característica de la sociedad rusa, al menos en las fases de sus grandes cambios. Sin entrar en las antiguas disputas medievales, la Rusia moderna ha vivido las disputas religiosas de los "viejos creyentes", que a mediados del siglo XVII no querían aceptar las reformas litúrgicas impuestas desde arriba por el patriarca Nikon y el zar Alejandro y se proponían retrotraer las tradiciones religiosas a la coherencia con sus orígenes. Los cismáticos afirmaban la superioridad de las costumbres rusas aún por encima de las griegas, y por eso los quemaban vivos e incluso muchos de ellos se anticipaban a las persecuciones organizando auto hogueras masivas. El fin de la represión de los viejos creyentes llegó recién con el decreto de tolerancia de 1905, para terminar aplastado por el ateísmo de Estado posterior a la revolución.

En esos mismos tiempos se formaron las agrupaciones de los cosacos, hombres libres de etnia mestiza que no querían someterse a la servidumbre, y que junto con los viejos creyentes son considerados los padres de la disidencia rusa. Por otra parte, en esos mismos años también se formaron los escuadrones de la policía política y religiosa, como la famosa "opričnina" de Iván el Terrible en el siglo XVI. Era una guardia armada de jinetes vestidos de monjes que no dudaba en reprimir incluso a los sacerdotes disidentes como el Metropolitano de Moscú Filipp, quien se había negado a bendecir al zar "porque derramaba sangre de cristianos".

Fueron los cosacos los que inventaron la "Ucrania" - término acuñado para indicar los territorios "marginales" - que fue entregada a la Rusia de los zares para escapar del poder de los reyes polacos. De esa manera dieron origen al conflicto que hoy se renueva precisamente a partir de los mismos territorios del "bajo Don" donde ellos establecían sus principales campamentos. Estas y otras inspiraciones fueron luego reelaboradas por los grandes escritores rusos del siglo XIX, que ya escribían en revistas clandestinas y sufrían la censura zarista. Ellos supieron involucrar a toda la sociedad en las disputas entre los "eslavófilos" y los "occidentalistas" para responder a una sola gran pregunta: ¿cuál es el destino de Rusia y cómo puede eso cambiar el mundo entero?

El campeón de los eslavófilos, Fedor Dostoievski, respondió que “la belleza salvará al mundo”, al tiempo que invocaba una gran guerra salvífica que llevaría a Rusia a conquistar Europa, Constantinopla y Jerusalén para afirmar la verdad de la fe cristiana. Su principal antagonista, el occidentalista Lev Tolstoi, participó en la ruinosa Guerra de Crimea donde descubrió que ningún sueño de grandeza puede justificar el odio y la destrucción. Expuso esa visión pacifista en la mayor novela de la historia de la literatura, “La guerra y la paz” (que resulta tan conveniente releer en estos días). Tolstoi se opuso a la intransigencia ortodoxa con su religión humanista basada en la no violencia, en la cual se formó el joven Gandhi para emprender después la liberación pacífica de la inmensa India.

En consecuencia a los rusos no les faltaron profetas de la disidencia en todas las épocas, y es de esperar que su inspiración sacuda a la población del largo letargo putiniano, sobre todo ante acontecimientos dramáticos y epocales como los que están ocurriendo actualmente. Hasta ahora el consenso del nuevo zar se ha basado principalmente en la gratitud por la estabilidad que supo recuperar tras las crisis de los años 80 y 90, con la desintegración del imperio soviético y la desorientación de los años de la globalización, cuando los rusos temían haber perdido su identidad.

Después llegó la época de la gran revancha, con una política cada vez más agresiva hacia los países exsoviéticos que presentaban mayor riesgo de "contaminación occidental", como Georgia, Bielorrusia, Moldavia y Ucrania. El consenso alcanzó entonces los niveles más altos, cuando al grito de "¡Crimea es nuestra!" Putin realmente parecía ser capaz de hacer realidad el gran sueño de que Rusia volviera a liderar el mundo, como después de las victorias sobre Napoleón y Hitler. Entonces empezó el declive, y las crisis económicas que se reproducían en todo el mundo empezaron a socavar el sistema social y económico, a debilitar las garantías de estabilidad y seguridad que asemejaban la figura de Putin a la de un auténtico “padre de la patria”.

Y aquí pareció resurgir la disidencia: en 2012, con el regreso de Putin a la presidencia, comenzaron las grandes manifestaciones en las calles contra la corrupción del régimen de los oligarcas, contra las limitaciones a la libertad de prensa y de expresión, incluso contra el moralismo fundamentalista de la Iglesia ortodoxa. La reacción fue inicialmente tolerante, para después volverse cada vez más sistemática y asfixiante. En 2020 el régimen se re-cualificó con la nueva Constitución y los nuevos "principios inspiradores": defensa de las tradiciones e instituciones, cancelación de los derechos de las fastidiosas minorías, mordaza completa de la prensa - que seguía siendo relativamente libre - hasta la prohibición total de pensar de manera diferente a la "versión oficial" - como en los tiempos de Stalin - y por último la cancelación y "reconfiguración" de la memoria colectiva.

Hoy los agitadores de las protestas languidecen en prisión, como Alexei Navalny, o están en el exilio, como Mikhail Khodorkovskij (quien también ha cumplido una década en los campos de concentración). Cualquier forma de colaboración con el exterior lleva a quedar incluido en el infame registro de inoagentes, los "agentes extranjeros", que corren el riesgo de ser condenados por extremismo o traición a la patria. Las confesiones religiosas más apasionadas, como los Testigos de Jehová o los Bautistas, también están prohibidas y son  constantemente hostigadas, por no hablar de los periodistas, que deben agradecer a la buena suerte si por lo menos pueden conservar la vida.

Llegó entonces la gran pandemia, que impuso en todo el mundo medidas restrictivas de todo tipo, y los rusos han redescubierto el orgullo de la disidencia en la forma no-vax, a la que resulta difícil acusar de herejía o traición y se presenta más bien como resistencia a los poderes mundiales inspirados por el demonio, obteniendo incluso muchas veces la bendición de los sacerdotes. Y ahora la guerra fratricida - podría decirse un "clásico" de la historia rusa - en la que está en juego todo el sueño de grandeza y redención universal de Rusia.

El instinto lleva entonces a muchos rusos a apoyar al ejército y a sus comandantes, casi como un reflejo del inconsciente para demostrar al mundo lo que es realmente Rusia. Estar solos contra todos es la condición natural del pueblo euroasiático, que no pertenece a ningún amo del mundo y los hace sentir aún más profundamente "ortodoxos", los últimos defensores de la verdadera fe contra todos los depravados, los herejes, los inmorales, como ha dicho el propio Putin hablando de los ucranianos ("una banda de drogadictos y neonazis"). No es casualidad que la campaña bélica se defina como la "desnazificación" de las tierras rusas, que los hace sentir nuevamente en la época de Stalin.

Sin embargo, las jóvenes generaciones rusas no caen tan fácilmente en las trampas de la conciencia embriagada y son poco receptivas a las grandes ideologías, tanto que el patriarca Kirill quisiera cerrar internet y todos sus anexos para evitar distracciones a los jóvenes. Los adultos, por otra parte, también están comenzando a sentir los efectos de las sanciones occidentales y comprenden que Rusia está perdiendo su bienestar y su futuro. Una nueva disidencia está a las puertas y, a pesar de toda la fuerza de la censura y la represión, vuelve a surgir una vez más "de abajo de las piedras", según la famosa expresión de Solzhenitsyn.

En las ciudades rusas se suceden las manifestaciones contra la guerra y los policías ya no saben dónde encerrar a los miles de manifestantes arrestados. Los jóvenes se mueven juntos o solos, en "piquetes individuales" con una pancarta en la mano, pegan dibujos o escriben consignas en las paredes, tratan de ilustrar sus razones con pegatinas y colores, viñetas e historias personales que se replican continuamente en las redes sociales que tanto odia el régimen.

Desde el campo de concentración de Vladimir, Alexei Navalny anima a todos a “no esperar ni un segundo para salir a la calle, en días laborales y festivos, apretando los dientes y venciendo el miedo, para pedir el fin de la guerra… Yo ya estoy en la cárcel”. , y les digo que no tengan miedo, que no se queden callados. Que no crean en los delirios pseudohistóricos de nuestro loco zar, que quiere justificarse tergiversando los hechos del pasado ​​para hacer que los rusos maten a los ucranianos y ellos se defiendan matando a los rusos”.

Arrestan a mujeres y niños que depositan flores frente a la embajada de Ucrania, pero médicos, profesores y sacerdotes difunden proclamas. Una dirigente del sindicato “Alianza Médica”, Irina Volkhonova de Jaroslavl, cree que “firmar una carta no es un acto de valentía, es lo mínimo indispensable para conservar el respeto por uno mismo”. Para el 12 de marzo han pedido permiso para hacer una marcha tanto los partidarios de la guerra como los que se oponen, organizados por el partido liberal Yabloko, y todavía no se sabe si les darán permiso a ambos o solo a los desfiles triunfales para el zar victorioso. Rusia quiere imponer su pensamiento al mundo, pero puede descubrir que todavía no ha sido capaz de imponerlo ni siquiera a su propio pueblo.

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