24/11/2016, 15.47
CAMBOYA
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Misionero del PIME: La condena de los Jemeres rojos, el dolor que permanece y la misericordia

de Alberto Caccaro

La reflexión del padre Alberto Caccaro, sacerdote del PIME en Camboya, al día siguiente de la condena a cadena perpetua -en segunda instancia- de Nuon Chea y Khieu Samphan. Ambos están acusados de “crímenes contra la humanidad, exterminio y homicidio”. Las dificultades de los camboyanos para recuperarse de los traumas de la dictadura; el amor de Dios como esperanza contra las desilusiones provocadas por la justicia humana. 

Phnom Penh (AsiaNews) – En la mañana de ayer, el tribunal mixto de las Naciones Unidas confirmó la condena a cadena perpetua en primera instancia contra  Nuon Chea y Khieu Samphan, dos líderes de los Jemeres rojos, un sanguinario movimiento maoísta que en los años ‘70 masacró a un cuarto de la población camboyana. Sin embargo, la sentencia no basta para eliminar las heridas que el pueblo lleva en su cuerpo y en la mente. Publicamos la reflexión del padre  Alberto Caccaro, misionero del Instituto Pontificio de Misiones extranjeras (PIME) en Camboya.

 

Después de 9 años de actividad, el tribunal especial para crímenes cometidos por los Jemeres rojos en Camboya ha emitido dos importantes y definitivas condenas a prisión perpetua. La primera recae sobre Nuon Chea, de 90 años, apodado “hermano número dos”, por ser el único número uno Pol Pot, y la segunda recae sobre Khieu Samphan, de 85 años, considerado el ideólogo y jefe de Estado de la entonces Kamphuchea democrática. Por ende, no se trata de dos personajes cualquieras,  sino de la cabeza, el brazo pensante y ejecutivo del régimen responsable de la muerte de un millón y setecientos mil personas.

Si bien, por una parte, el veredicto parece finalmente llevar una esperanza de justicia al pueblo camboyano y a los familiares de las víctimas, por otra, las víctimas y sus familiares sobrevivientes nunca podrán ser resarcidos adecuadamente. No quiero adeentrarme en el mérito en lo que hace a las actividades de dicho tribunal especial – que está en ejercicio desde el año 2007 y que fue planteado por las Naciones Unidas luego de un difícil compromiso con el gobierno camboyano. Y tampoco me detengo en sus vicios a nivel procesal, ni sobre las acusaciones de corrupción, sobre el enorme y descontrolado dispendio de dinero, que ha transformado la asamblea en un negocio para muchos. Esto significaría sacar como conclusión que la justicia humana es siempre fatalmente parcial e injusta a la hora de restituir el mal torcido.  

Già Chhang Youk, director del DC-C, (Documentation Center of Cambodia, que tiene la tarea de recoger y archivar todo el material disponible sobre los Jemeres Rojos, (y que en estos años de investigación ha censado 19.440 fosas comunes esparcidas en todo el territorio nacional y 185 centros de detención y tortura) supo decir que los responsables de dichas masacres debieran ser condenados a dos millones de años de prisión, siendo tantas las víctimas del genocidio que se ha consumado, pero que esto no sería posible. Sin embargo, el veredicto definitivo a prisión perpetua, si bien “se torna vano” debido a la edad de los imputados, podría al menos contribuir a aplacar el dolor, el sinsentido de la historia, en un país donde aún prevalece la impunidad, y la justicia tiene siempre un precio o una bandera política. Me pregunto, por ende, después de este veredicto definitivo, si se ha hecho justicia y si junto al veredicto hay otros recursos humanos, religiosos y culturales en grado de ayudar a superar los traumas y los fantasmas del pasado.  

Entre los motivos que acompañan el veredicto, que por otro lado se remonta a agosto de 2014, se declara que los dos imputados son hallados culpables de “crímenes contra la humanidad, exterminio, homicidio, persecución política y otros actos inhumanos […] cometidos en el territorio de Camboya entre el 17 de abril de 1975 y diciembre de 1977”. A este veredicto de primera instancia sigue una apelación de los abogados de la defensa, a la cual el tribunal respondió con una sentencia definitiva, sin posibilidad de apelar, de 40 años por los hechos cometidos. Hace algunos años, Chhim Sotheara, psicólogo y director de la Mental Health Transcultural Psychosocial Organisation, que fue llamado a testimoniar sobre los efectos devastadores de los traumas sufridos por los camboyanos durante ese período de su historia, hablaba de una “justicia simbólica” como un éxito mínimo de la larga y aún en curso corte procesal.

De hecho, para muchos camboyanos el trauma aún no ha sido superado y se manifiesta en recuerdos dolorosos, en sueños en los cuales sus familiares muertos lloran pidiendo ayuda, y luego el miedo, mucho miedo. No es cierto eso de que el tiempo sana. Matthias Witzel, un autor que trabajó por cuenta del Center for Social Development, en su obra “Understanding Trauma in Cambodia Handbook”, ha resaltado el hecho de que todavía muchos camboyanos sufren de “post-traumatic stress disorder”, a raíz de la violencia sufrida o presenciada, y ha indicado que los mecanismos de defensa puestos en acto por la psique humana para aliviar el dolor que sigue al trauma resultan de la confluencia de tres áreas: “Dissociation, avoidance, numbing” (Disociación, evitación, indiferencia o estado de anestesia).

Muchos camboyanos viven en un permanente estado de disociación y eliminación. Evitan todo aquello que pueda reclamar al miedo y al dolor del alma que en otro tiempo padecieron. Evitan las situaciones en las cuales sería difícil manejar las relaciones y a menudo, cuando no hay salida, reaccionan con violencia. Mucha violencia doméstica, de hecho, puede ser reconducida a traumas de este tipo que no han sido superados, al miedo que alarma, a un sentimiento de vulnerabilidad y de amenaza, que aún habita en el corazón de muchos. La simple inestabilidad política, el ser continuamente víctimas de episodios de corrupción, o el hecho de estar a merced de cualquiera, sea éste un policía que te para en la calle o un médico que te atiende sólo si hay una compensación por ello, sin poder exigir explicaciones o replicar a raíz de un permanente sentimiento de inferioridad, genera un ulterior miedo y una sensación de amenaza, agudizado por una impunidad generalizada y una falta de justicia. De ello resulta la necesidad de despegarse a nivel emotivo, de una apatía generalizada, de una censura de aquello que trae a la superficie las heridas profundas del alma.   Todo ellos inhibe el proceso de reconciliación consigo mismo y con los demás a todos los niveles, y se prefiere un remedio provisorio y la fortuna, o el dinero, único instrumento capaz de liberar de cualquier tipo de amenaza. Me pregunto si junto a este último veredicto y a los que le sucederán, o al counseling terapéutico –que para muchos sigue siendo prohibitivo- habrá otros recursos disponibles para todos, como la religión, por ejemplo la budista.  

En este sentido, acojo con confianza un texto publicado hace algunos días, elaborado por DC–C, porque al menos documenta una reflexión en curso. Se trata de “Cambodia’s Hidden Scars” (Las Cicatrices ocultas de Camboya, ndt) que, en su segunda edición, propone una interesante entrevista a Sao Chanthol, un monje del monasterio de Wat Lanka de Phnom Penh. En el diálogo, el monje explora los temas de la reconciliación desde la perspectiva de la inmutable ley del karma, de un “causa y efecto”, según la cual siempre hay una influencia de las vidas propias pasadas, de las acciones cometidas, en la vida presente. En efecto, el Dhammapada recita que “como el hierro es corroído por su propio óxido, así se corroe por su propio obrar aquél que comete el mal” (240), lo cual equivale a decir que el destino del hombre se ve determinado y “corroído” por su propio obrar. “No puedo admitir que el sufrimiento padecido por las víctimas durante el régimen de los Jemeres rojos sea el resultado de su karma –sostiene Sao Chanthol – y sin embrago debo seguir admitiendo que todo sucede como un proceso de ‘causa y efecto’”. La psiquiatra Yim Sotheary, budista, sostiene que a pesar de que cree en el influjo positivo que pueda tener la religión, jamás le diría a un paciente suyo que todo el mal que le ha sucedido es el producto de dicha ley del karma.

Una segunda y muy arraigada creencia, que no contribuye al proceso de reconciliación ulterior, es aquella según la cual él alma que ha sufrido una muerte violenta jamás encontrará paz. De aquí las reiteradas pesadillas y el retorno, durante el sueño, de los parientes muertos. Una ulterior dificultad se vincula al hecho de que en el budismo cada uno es el refugio de sí mismo: “Somos nosotros nuestra protección, somos precisamente nosotros nuestro refugio: ¿cómo podría ser de otro modo? (Dhammapada, 380). Si al dolor mudo se le agregada la radical soledad del ser, esto tampoco ayuda.  Es justamente lo que ocurre con el veredicto que, aunque definitivo, sigue siendo algo externo y no basta  para consolar las heridas y responder al dolor. Me planteo si en este contexto se pueden o se deben sugerir otras perspectivas religiosas, otras interpretaciones del mal y del dolor de existir.  Me planteo si no debiera osarse más y proclamar con mayor fuerza que “lo central no es la ley ni la justicia legal, sino el amor de Dios que sabe leer en el corazón de cada persona…” come escribe el Papa Francisco en Misericordia et misera. Y sí, me planteo que debe osarse más. 

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