El nacimiento de la Iglesia y de la Federación Rusa
Pentecostés y el "Día de Rusia" coincidieron con pocos días de diferencia. "¿Dónde estás, Iglesia mía?", se preguntó amargamente el padre Andréi Misyuk, invocando el regreso a una fe que "no soporte la mentira, no bendiga a quienes es imposible bendecir, y vuelva a emprender el camino que conduce de Jerusalén hacia lo Eterno". Mientras, en su nueva Fábula, Vladimir Sorokin habla del mundo post-apocalíptico.
El domingo pasado todos los cristianos católicos y ortodoxos celebraron Pentecostés, que en la tradición oriental se unifica con la celebración de la Santísima Trinidad, y en Rusia llaman "el cumpleaños de la Iglesia", que nació con el primer anuncio del Evangelio después de la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles en Jerusalén. Pocos días después, el 12 de junio, se conmemoró el Den Rossii, el "Día de Rusia", que comenzó en 1990, cuando el Congreso de Diputados de la República Socialista Soviética de Rusia, presidida por Boris Yeltsin, aprobó la Declaración de Soberanía dentro de la URSS, destinada a caer al año siguiente.
En el texto de Yeltsin se establecía el principio de la división de poderes entre el gobierno soviético y el de las repúblicas, la igualdad de derechos de todos los ciudadanos y de las asociaciones políticas, y se abría el camino para la ampliación de los derechos de las regiones. Aunque no se planteaba el objetivo de salir de la Unión Soviética, sino de "crear un Estado democrático de derecho en el marco de una Unión renovada", esta primera proclamación de soberanía de las quince repúblicas soviéticas se convirtió en un fortísimo estímulo de autodeterminación para todas las demás, y para los propios ciudadanos de Rusia. Durante algunos años la fiesta conservó el nombre de "Día de la Independencia de Rusia", y se asociaba al colapso de la URSS, lo que provocaba conflictos interiores a muchas personas, hasta que en 1998 el mismo Yeltsin cambió el nombre a "Día de Rusia", y posteriormente en la Rusia de Vladimir Putin fue exaltado como fiesta de la identidad nacional, más que de la democracia o la independencia.
Y hoy, en el contexto de la "guerra por la identidad" que ha emprendido Rusia en Ucrania y contra el mundo entero, los ciudadanos rusos se preguntan en qué se ha convertido realmente este país, que de república soviética fue transformada en federación, de centro de un mundo perdido a esquirla enloquecida de un mundo fragmentado. Se lo preguntan tanto los que están a favor de la guerra, para imponer a todos la nueva visión del "mundo ruso", como los pocos opositores que tienen el valor de expresarse, y los muchos que han terminado en campos de concentración o fuera del país. La pregunta se vuelve aún más misteriosa y dramática si uno se plantea qué es hoy la Iglesia ortodoxa rusa: ¿una simple estructura al servicio del poder actual, o una "madre" del pueblo creyente?
Se lo pregunta el sacerdote Andréi Misyuk, de 43 años, del clero de la eparquía de Sarátov, en el sur de Rusia, quien en septiembre de 2022 solicitó el retiro y colabora en varios sitios web y agencias, como en Nóvaya Gazeta con un artículo titulado "¿Dónde estás, Iglesia mía?". Cuando le desea "feliz cumpleaños, mi querida Iglesia", admite que "si ahora alguien me pregunta quién eres realmente, yo de verdad no sé cómo responder". Los tiempos del feliz renacimiento de la religión y de la Iglesia en Rusia "han quedado tan lejos, que uno pensaría que estamos en otra vida", y por otro lado "ha pasado tan poco tiempo que realmente da miedo ver que todo se ha transformado en una terrible pesadilla y que se ha extendido al mundo entero, en una especie de 'no-vida', lo opuesto a la vida y la fe".
El padre Andréi pide que se separe el concepto de Iglesia del de Rusia: "me atrevo a afirmar, mi querida Iglesia, que tú no tienes un aspecto exterior determinado, no tienes sede en ricas capitales con grandes aparatos administrativos, con oficinas y residencias, no tienes un título geográfico, no combates por un mundo multipolar y por la victoria en enfrentamientos bélicos, ya sean socialistas o soberanistas, no emites gritos supersticiosos por los fundamentos y los valores de la herencia de un mundo de Marte, de Júpiter o de Venus". Y sobre todo, sigue diciendo el sacerdote, "tú no soportas la mentira, no bendices a quienes es imposible bendecir, y de nuevo emprendes el camino que desde Jerusalén, desde las profundidades de cientos de siglos, conduce a lo Eterno, invitando a cada uno de nosotros a seguirte".
Sin duda, afirma Misyuk, esto "puede parecer un sueño ingenuo e infantil, pero el Señor mismo nos recordó qué importante es el tiempo de nuestra infancia, de nuestra pureza e ingenuidad". El sacerdote expresa el sentimiento de contradicción y de culpa de tantas personas que en Rusia se han acercado de nuevo a la religión y a la Iglesia, solo para encontrarse convertidas en instrumentos de un plan diabólico. Concluye retomando la pregunta: "¿Quién eres, Iglesia mía? ¿Dónde estás? ¿Sigo siendo parte de ti? Cuánto querría no ser excluido de tus fronteras". Recuerda la luminosa calidez propia de las celebraciones de Pentecostés, cuando los fieles rusos llevan ramas, hierbas y flores para adornar los íconos según su propia tradición, y uno se pregunta "si el bosque ha crecido dentro del templo, o es el templo el que ha crecido en el bosque, quisiera que también mi corazón estuviera adornado de la misma manera". El saludo final es "a todos nosotros que somos la Iglesia, que somos como faros que iluminan la noche, feliz cumpleaños a todos nosotros, a cada uno de nosotros, sigamos avanzando por nuestro camino, a pesar de todo".
La nostalgia por el redescubrimiento de la fe en los años noventa se asocia con sentimientos análogos por el descubrimiento de la democracia, una dimensión muy poco practicada en la historia rusa, y que pronto quedó completamente olvidada. Esa Rusia, liberal y en busca de fuentes de espiritualidad, realmente parece mucho más lejana que los treinta años transcurridos, y da más bien la impresión de un sueño que se ha desvanecido, frente a una realidad cada vez más grotesca y espantosa. Uno de los mayores escritores rusos vivos, el posmodernista Vladimir Sorokin, de setenta años, describe desde hace años esta "anti-utopía" de Rusia, y ha publicado una nueva novela titulada Skazka, "La Fábula". De 2006 es su libro más profético Den Oprichnika ("El día del Oprichnik", la guardia imperial de los tiempos de Iván el Terrible), en el que imaginaba una Rusia separada del resto del mundo en 2028, con la construcción de una Gran Muralla Rusa después de haber pasado por varias fases de "Tumultos" (Smuta, los conflictos que evocan la guerra con Polonia de principios del siglo XVII).
Después de las guerras, la novela narraba un Renacimiento de Rusia bajo la guía del gosudar, el soberano Vasili Nikolaevich, que restaura la autocracia absoluta en un clima de xenofobia, proteccionismo y patriotismo fanático, con una represión sistemática de toda forma de disidencia, y una economía basada en el tránsito de productos chinos hacia el resto del mundo. Visto lo que ha sucedido en los últimos años, se le ha pedido a Sorokin que no escriba más, para evitar el riesgo de que todo se haga realidad verdaderamente.
Lo cierto es que Sorokin ha escrito muchas otras novelas con una impresionante capacidad de anticipar la realidad y describir un mundo aterrador, interior y universal, y ahora él mismo vive en el extranjero, ya que sus libros están prohibidos en su país porque denuncian de forma demasiado evidente el absurdo de la vida actual en Rusia. En La Fábula, que acaba de publicar, describe un mundo post-apocalíptico, donde ya ha ocurrido la explosión de la guerra atómica, el Estado se ha desintegrado por completo y nadie recuerda qué era Rusia. Las personas vuelven a vivir en cuevas, y del pasado solo queda un gran basural, por el que deambula un adolescente, llamado "maestro de la arqueología de la basura", el huérfano Vanja, para investigar la civilización perdida y sus restos, donde "se puede encontrar incluso un frasco de mermelada".
El vertedero de Sorokin evoca figuras clásicas de la literatura y el cine ruso, como La Zona de los hermanos Strugatski y la película Stalker de Andréi Tarkovski, una fuente de objetos deseados que han permanecido mágicamente accesibles después de la guerra total, un lugar de fuerzas oscuras que promete hacer realidad los deseos más secretos de las personas, pero es difícil encontrar la combinación correcta para extraerlos de la masa informe. Vanja intenta unirlos, "al principio pensaba construir un avión para volar a los países más cálidos, después un barco para llegar a la rica América, lo pensé mucho y al final, de forma sorprendente para mí mismo, solo pensé que quería vivir con mi mamá y mi papá en nuestra casa, con el abuelo, el perro Vipka y la gatita Nyulya". Así comienza la fábula, que evoca el "sueño ingenuo" del padre Misyuk, en la búsqueda de sí mismo y de su identidad perdida; la cueva de Vanja recuerda la caverna de Platón, que mantiene al hombre prisionero de su sombra, impidiéndole salir a conocer la verdadera realidad.
En la cueva no hay puertas ni ventanas, pero la pared no está hecha de piedras o ladrillos, sino de libros hasta el techo, con los títulos de las cubiertas erosionados por el tiempo. En ella, el pequeño huérfano intenta comprender algo sobre el sentido de su propia vida, hasta que encuentra una colección de poemas de Pushkin, y empieza a familiarizarse de nuevo con la auténtica cultura rusa, enterrada desde hace mucho tiempo en las profundidades de la cueva-biblioteca. La novela se desarrolla en el clima tétrico y ansioso de la pluma magistral de Sorokin, pero deja vislumbrar un rayo de luz, un posible renacimiento futuro de Rusia, un nuevo Pentecostés.
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