25/03/2024, 22.18
MUNDO RUSO
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La masacre de Moscú y un cuarto de siglo desperdiciado

de Stefano Caprio

El terrible ataque terrorista en el Krokus City Hall ha destruido en los rusos la ilusión de vivir bajo una campana de cristal irrompible. En una Rusia que, a 25 años de los atentados de la segunda guerra de Chechenia y una semana después de la apoteosis de Putin, se encuentra de nuevo en el año cero. 

 

Corría la primera quincena de septiembre de 1999 cuando una serie de atentados terroristas de matriz islámica sacudieron Rusia, haciendo volar edificios llenos de personas indefensas en Buynaksk, Daguestán, dos veces en Moscú, y otra en Volgodonsk, en el sur del país. Murieron 307 personas, más de 1.700 resultaron heridas, y comenzó la segunda guerra de Chechenia, por decisión del recién elegido presidente del Gobierno Vladimir Putin, que inauguró su "era de la venganza" con frases vulgares y amenazantes, en ese momento contra los terroristas, aunque con el tiempo quedó claro que estaba dirigiéndose al mundo entero.

Ha pasado un cuarto de siglo y una vez más, inmediatamente después de la reelección de Putin, Rusia se ha visto sacudida por el terrible atentado en el Krokus City Hall, perpetrado por atacantes del ISIS-K (según su propia reivindicación), guerrilleros tayikos que según Putin "intentaban escapar a Ucrania" (aludiendo a una implicación de Kiev). El ataque dejó más de 150 muertos y centenares de heridos. Hoy esta tragedia se proyecta sobre la guerra de Ucrania, como entonces lo hizo sobre la de Chechenia, aunque en el medio se hayan producido atentados y conflictos de todo tipo, en Rusia y en todo el mundo, como la guerra de los rusos contra el ISIS en Siria e Irak, que ahora se considera "estancada" ante las continuas escaladas en Ucrania y Gaza. La historia vuelve hacia atrás, un cuarto de siglo ha quedado reducido a cenizas junto con el techo de la sala de conciertos de las afueras de Moscú, edificio simbólico de la "nueva Rusia" (con un sistema de prevención de incendios evidentemente obsoleto) que ha quedado disuelta en las brumas de un futuro en retroceso. A fuerza de evocar la grandeza del pasado, desde las batallas de Alexander Nevsky hasta las conquistas de Catalina la Grande, el ya viejo y pesado zar Putin V vuelve a encontrar en el espejo su imagen juvenil de "hombre rudo y amenazante", Putin el Terrible, que en vez de conquistar el mundo está perdiendo a Rusia, y en vez de elevarse a la gloria eterna está volviendo a las humillaciones de los comienzos.

Los que desafiaron al entonces "heredero al trono" de Boris Yeltsin en 1999 fueron los separatistas chechenos, según las acusaciones del propio Putin que nunca fueron probadas, hasta el punto de que varios analistas y periodistas apoyaron la versión de que el FSB de Putin había organizado las masacres para encumbrar al nuevo líder como la única salvación de Rusia. El recuerdo de estas contradicciones ha llevado también hoy a plantear la hipótesis de que Putin fuese una vez más el instigador del atentado, aunque parece absurdo que justo después de la consagración a la presidencia eterna haya tenido necesidad de provocar semejante desastre, tal vez sólo para justificar una nueva movilización para la guerra, para la que ciertamente no faltan motivaciones. El hecho es que los atentados de 1999 fueron el coronamiento de la "Operación Preemnik" (el "Sucesor") que concluyó la transición del poder después de las mil contradicciones del decenio Gorbachev-Yeltsin, y la masacre del Krokus Center ha quedado indisolublemente ligada a la "sucesión de sí mismo” del zar belicista.

Por otra parte, Yeltsin también se había dejado llevar por delirios de grandeza en sus años de poder entre 1990, cuando fue elegido presidente de la República Soviética de Rusia, el 1992 de la Federación que se proclamó tras el colapso de la URSS, y el 1996 de su reelección, cuando venció al revivido Partido Comunista de Gennady Zyuganov. Convencido de haber conducido a Rusia por el brillante camino de la democracia - inspirándose en George Washington - Yeltsin intentó imaginar una sucesión que en verdad le permitiera al pueblo elegir libremente a su líder y consagrara su propia imagen en el altar de un Estado moderno y creíble en los siglos por venir. Pero terminó reproduciendo la dinámica habitual de la autocracia rusa con un programa que se hizo famoso por una frase de su primer ministro Viktor Chernomyrdin: "queríamos hacer lo mejor, salió igual que siempre" (khotelos kak lutšče, polučilos kak vsegda) .

En vez de preparar elecciones verdaderamente libres y participativas (las de 1996 habían estado muy condicionadas por influencias externas), Yeltsin consideró que era su derecho y su deber elegir personalmente a su sucesor, a fin de poder controlar la situación entre bastidores, un enfoque muy soviético que todavía siguen utilizando sin empacho los sátrapas de los países de Asia Central, como Nazarbaev en Kazajistán o Berdymukhamedov en Turkmenistán, que para evitar malentendidos puso a su hijo como presidente. Tal como los príncipes y zares del pasado preparaban estas operaciones con los consejos de boyardos, Yeltsin contó con la ayuda de la "familia" de oligarcas que había crecido a su alrededor en los primeros años de la Rusia liberal y capitalista. Así nació la Operación Preemnik, como la llamó el círculo del Kremlin, que en 1998 se volvió particularmente urgente por el colapso de las pirámides financieras y la grave crisis económica, de la que era absolutamente necesario que se hiciera cargo su sucesor.

El heredero al trono tenía que aparecer entonces como el "solucionador de los problemas" económicos y sociales, y otros probablemente más acuciantes, como los conflictos en el Cáucaso y las tensiones de los países vecinos, desde Ucrania hasta los países bálticos, que precisamente en esos años pedían el ingreso en la OTAN. Además, tenía que parecer “independiente” del propio Yeltsin, sin estrechos vínculos personales o financieros. La elección no fue sencilla, se postularon los oligarcas más influyentes como Boris Berezovsky, e incluso se inventó la figura del polittekhnolog, el "técnólogo político" encarnado por el legendario Gleb Pavlovsky, ex disidente soviético y profeta de la "idea rusa" en la escena post-soviética, que falleció hace un año tras haber inspirado durante mucho tiempo, y posteriormente criticado, la era del poder putiniano. Después de Chernomyrdin, entre 1998 y 1999, Yeltsin cambió seis presidentes de Gobierno, sumiendo toda la escena política rusa en la más absoluta confusión.

En un momento dado pareció que se había encontrado la figura adecuada: el economista y general del ejército Sergei Stepashin encabezó el gobierno desde mayo hasta agosto de 1999, tras haber sido director del FSB en 1994-1995 y luego ministro de Justicia y del Interior. El propio Putin lo ha mantenido después entre sus hombres de mayor confianza, como presidente del Tribunal de Cuentas de 2000 a 2013, y desde 2007 también como presidente de la renacida Asociación Imperial Ortodoxa en Palestina, la famosa estructura zarista de peregrinaciones rusas a Tierra Santa. Aún hoy, a los 66 años, Stepashin sigue ocupando puestos clave en diversas instituciones del Estado, pero en 1999 no pudo ganarse la confianza de Yeltsin debido a que tenía demasiados compromisos con sus opositores y, sobre todo, a su incapacidad para hacer frente a la dramática situación en Chechenia, donde se estaba desarrollando la primera guerra civil y el intento de crear una Ichkeria independiente, con el riesgo de desestabilizar a toda Rusia. Así fue como en agosto de 1999 se nombró a Putin, sucesor de Stepashin al frente de los servicios del FSB. La elección fue refrendada por las negociaciones de Berezovsky, que acordó con Putin conceder inmunidad total a la "familia" yeltsiniana, lo que convenció al ya exhausto presidente - cada vez más dependiente del alcohol (también en este caso según la tradición rusa) - a renunciar definitivamente a su puesto a finales de año, sustituyendo la declamada democracia por el putinismo autocrático, la realización actual de la idea rusa en el "mundo ruso".

De todos modos los atentados han acompañado todo el inútil cuarto de siglo de Putin, en el que Rusia ha despilfarrado riquezas y honores hasta convertirse en el Estado más sancionado y más comprometido en todos los conflictos mundiales. Ya en el 2000, el año jubilar de la primera presidencia, el 8 de agosto pusieron una bomba en los pasos subterráneos de la plaza Pushkin, cerca del Kremlin, que mató a 13 personas. Dos años más tarde se produjo otra tragedia muy parecida a la de los últimos días, cuando el secuestro de los espectadores en el teatro de Dubrovka terminó con la muerte de 41 guerrilleros y 130 rehenes. Esa circunstancia le permitió a Putin perfeccionar el esquema de la "vertical del poder" eliminando la elegibilidad de los gobernadores regionales y justificándolo con la necesidad de controlar los focos de rebelión en toda la Federación. Siguieron muchos otros episodios, y todos pueden recordar la masacre de Beslan, en Osetia del Norte, cuando secuestraron 1.200 personas en un jardín de infantes el primer día de clases, con un saldo de 335 muertos, entre ellos 186 niños y 31 terroristas, además de 400 heridos. En los años siguientes parecía que la situación estaba más controlada, aunque no faltaron atentados, y ahora enfrentamos de nuevo el terror, que termina con la ilusión que tenían los rusos (y especialmente los moscovitas) de vivir bajo una campana de cristal irrompible, en los dos años de esta guerra que sólo parecía devastadora para los "ucronazis" y la infantería de asiáticos, mercenarios y criminales enviados al frente en Ucrania.

Las consecuencias del ataque al Krokus Center acentuarán aún más la sensación de bajo asedio y la necesidad de defenderse del mundo entero que caracteriza la vida de la Rusia actual, culpando a todos en Occidente y también en Oriente. Lo paradójico es que el ataque de los extremistas islámicos "contra una gran aglomeración de cristianos", como dice la reivindicación, hace añicos la imagen de una Rusia donde el Islam moderado convive con la ortodoxia fundamentalista, una armonía basada en los "valores morales y religiosos tradicionales" compartidos, que también han saltado por el aire en la periferia de un imperio que debe regresar continuamente al año cero.

 

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