27/05/2023, 13.52
MUNDO RUSO
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La post-Rusia devastada por la guerra

de Stefano Caprio

Prigozhin ha abandonado Bajmut, reducido a un montón de escombros, y concedió una ráfaga de entrevistas que más parecen un reconocimiento de la derrota que una proclamación de la victoria. Si Ucrania tiene un futuro claro como miembro de la comunidad occidental y europea, si Asia Central discute ahora todos sus asuntos con la gran potencia de Beijing, Moscú intentará no resignarse a su propia insignificancia.

 

Parece haber llegado definitivamente a su fin la épica "Batalla de Bajmut", que mantuvo en vilo a pueblos y naciones durante seis meses. Concentró armas y bombas supersónicas y ejércitos gigantescos en torno a una localidad que hasta el año pasado tenía una población de 70.000 habitantes y ahora cuenta al menos 50.000 muertos por la guerra. Los rusos vuelven a llamarla "Artemovsk", el nombre que se le dio en 1924 en honor al político soviético Sergeev que durante la revolución utilizaba el seudónimo de "Artem"; por su parte, los ucranianos habían restituido en 2015 el antiguo nombre de la fortaleza de Bajmut, construida en el siglo XVI frente al río homónimo. Todo lo relacionado con esta guerra, de hecho, recuerda hechos de la época de Iván el Terrible, a finales de la Edad Media.

La conquista de Artemovsk, por su parte, es una versión moderna de la antigua "victoria de Pirro", el rey de Epiro que derrotó a los romanos tres siglos antes de Cristo pero sufrió pérdidas tan grandes que acabó sucumbiendo ante el enemigo. El diezmado ejército conquistador, en este caso, es el Grupo Wagner de Prigozhin, que ha perdido cerca de 20.000 hombres -más de la mitad de ellos ex convictos- después de haber protestado mucho, y cada vez más explícita y descaradamente, contra la incapacidad de los generales rusos y del ministro de Defensa Shojgu, el "chivo expiatorio" que Putin no se atreve a reemplazar a pesar del torbellino de cambios entre los generales.

Prigozhin ha abandonado la fortaleza, que quedó reducida a un montón de escombros, concediendo una ráfaga de entrevistas y declaraciones que más parecen un reconocimiento de la derrota que una proclamación de la victoria. O por lo menos se parecen mucho a la verdad, cosa que suele ser poco frecuente en la información oficial del Kremlin. El "cocinero de Putin" reconoció incluso que no era cocinero: "Ni siquiera sé cocinar, como mucho me pueden llamar el carnicero de Putin" (el que mandan a destruir y destripar). Y, sobre todo, dijo que "esta guerra absurda no conduce a ninguna parte", una afirmación que llevaría a cualquier otro ciudadano ruso directamente a un campo de concentración. La gran verdad, evidente para cualquiera, es que la guerra de Putin "ha creado un gran ejército ucraniano, hoy en día uno de los mejores del mundo", aseguró Prigozhin, "sólo superado por el grupo Wagner". Detrás de las glorias militares, la verdad de fondo es que la guerra ha revivido a la martirizada Ucrania y ha destruido, en cambio, a la Rusia imperial.

Ha concluido así la fase postsoviética de la disolución del imperio, los treinta años en los que Ucrania osciló entre la nostalgia del gran hermano moscovita y la atracción del Occidente liberal. Hoy el presidente de Kiev recorre las capitales del mundo -y no sólo las occidentales- y se sienta entre las potencias del G-7, mientras que el zar de Rusia ha quedado excluido incluso de las rutas comerciales entre China y Asia Central. Ucrania se ha convertido por fin en una nación gracias a la agresión rusa, y los demás países ex soviéticos también reivindican su propia identidad, salvo Bielorrusia, oprimida por el eterno presidente Lukashenko, que pasó del koljós agrícola al gobierno de Minsk sin cambiar nunca de empleo, como sirviente del Kremlin.

Se abre una nueva etapa, post post imperial, en la que Rusia es la única que corre el riesgo de disolverse, después de haber resucitado a Ucrania y a la OTAN, e incluso casi se puede decir a Europa, el gigante comatoso por excelencia de la política mundial. La patética figura de Putin queda cada vez más eclipsada por la de su ex cocinero, que no lo ataca directamente sino sólo alude al "abuelito senil que cree haber ganado la guerra" y quizás se prepara para sustituirlo. Un chiste de los muchos que circulan describe bien la percepción actual de la escasa credibilidad y lucidez del patrón del búnker que quiere convertirse en el patrón del mundo. En una foto se ve a un general que le muestra a Putin un mapa del mundo desplegado sobre la mesa, y el presidente dice: "¿Por qué no atacamos a los azules, que son los más numerosos? De esa manera controlaríamos todo". "Esos son los océanos, señor", responde resignado el general.

Las esperanzas de Rusia, más que en los depósitos de armas nucleares colocados bajo el sillón de Lukashenko, están puestas en la misión vaticana del cardenal Zuppi quien, según los deseos del papa Francisco, intentará convencer a los contendientes que depongan las armas y terminen la masacre. Esto le permitiría a Putin jactarse de haber liberado Crimea, el Donbass y Zaporiyia -el equivalente a la zona de Ascoli Satriano que conquistó Pirro- sin tener que admitir la derrota. Sería el final de la cruzada medieval del siglo XXI, y para Rusia supondría un retroceso de varios siglos.

Algunos diputados de la Duma querrían modificar aún más la Constitución, llevando al extremo la operación ideológica de Putin en 2020, cuando incluyó el nombre de Dios y los "valores tradicionales" en la ley fundamental. Ahora les gustaría reemplazar el artículo 17 -el que escribió Yeltsyn- que excluye una "ideología de Estado" para evitar volver a caer en la niebla del comunismo soviético. La nueva ideología de Putin sería una reedición de las tantas formulaciones de la Rusia imperial, capaz de aglutinar a los pueblos en nombre de la sagrada ortodoxia, religiosa o atea, pero de momento se ha aplazado el debate para evitar caer aún más en lo grotesco. Incluso el kazajo Tokaev cuestiona la visión "unitaria" de Rusia, cuando dejó claro, en la reunión de las economías euroasiáticas que se celebró en Moscú hace unos días, que ni Kazajistán ni Kirguistán tienen la intención de unirse a un "estado unitario" como el que supone la unión de Moscú y Minsk. Y el otro miembro del grupo, Armenia, también discute con Moscú posibles acuerdos de paz con Azerbaiyán, pero insiste en la necesidad de obtener "garantías internacionales". Sin duda ya no es suficiente la sombra del Kremlin, que ha quedado demasiado corta para todos.

¿Qué Rusia emergerá después de la oscuridad de la guerra? Si Ucrania, aunque devastada, tiene un futuro claro como miembro de la comunidad occidental y europea, si Asia Central discute ahora todos sus negocios con la gran potencia de Beijing, Moscú intentará no resignarse a su propia insignificancia. El metropolita Tikhon de Pskov, conocido como "el padre espiritual de Putin" (aunque él también, como Prigozhin, rechaza ahora esta definición), insiste en sus declaraciones públicas sobre la "identidad imperial" de Rusia, que sólo puede afirmarse como el "pueblo reunificador" de Oriente y Occidente, a riesgo de su propia desaparición. La Moscovia de Iván III el Grande se convirtió en imperio con su nieto, Iván IV el Terrible, quien lo arruinó todo con guerras y represiones, tal como el actual Putin I el Terrible. Y de esa manera comenzaron los convulsos "Tiempos Turbios", que sacudieron a Rusia durante todo el siglo XVII hasta que se proclamó el nuevo imperio de San Petersburgo, concebido por Pedro el Grande como señor de Europa.

Los nuevos Tiempos Turbios pueden corresponder a las reivindicaciones étnicas de los numerosos pueblos de la Federación, con las bandas armadas de los oligarcas que se imponen incluso a las instituciones estatales y regionales, y las vastas zonas siberianas cada vez más abiertas a las inversiones en yuanes. O llevar a nuevos cismas religiosos, como el de los "Viejos Creyentes" del siglo XVII, que reivindicaban la superioridad de las plegarias eslavas sobre las griegas. La ruptura con Constantinopla, y con gran parte del resto del mundo ortodoxo, es la consecuencia natural de las contradicciones de un cristianismo enraizado en los Padres de la Iglesia primitiva del que después se apropiaron  los nuevos starets de la Iglesia imperial. La Iglesia reivindica iconos, reliquias y símbolos que se conservan desde hace tiempo en los museos, para revivir una religión aniquilada por un siglo de ateísmo; y sólo gracias a esa pizca de sano ateísmo que aún queda en las instituciones, tal vez no se desintegren todos esos monumentos de fe, el arte y la cultura. En todo el resto del mundo cristiano se deberían elevar letanías de alabanza a los curadores de la Galería Tretiakov, que están dispuestos a sacrificar sus propios cuerpos antes de entregarle el ícono de la Trinidad de Rublev al patriarca Kirill.

Incluso a los adversarios políticos de Putin, casi todos exiliados en el extranjero o en campos de concentración, les cuesta despojarse del "ropaje imperial" y "moscovocéntrico", como acusan los numerosos activistas de los pueblos no rusos de la Federación. La Declaración de Berlín de principios de mayo, divulgada por todas las "fuerzas democráticas" rusas en el exterior, pedía el nacimiento de una nueva "Rusia libre, justa y federal", porque inogo ne dano, "no hay otra", frase simbólica de quienes quieren acabar con el putinismo pero no pueden renunciar a la gran Rusia.

Entre el imperialismo del "mundo ruso" y el nuevo federalismo de la "democracia liberal" que propugnan los opositores, hay menos diferencia de lo que parece, hasta el punto de que los "demócratas" descartan que, una vez destituido Putin, se puedan convocar elecciones de inmediato, porque "ganarían los partidarios del régimen anterior". Plantean la posibilidad de un periodo de "administración interina", perpetuando la total ignorancia de la democracia en Rusia. Incluso los separatistas, representantes de los futuros pueblos "post-rusos", descartan la posibilidad de que nazcan nuevos Estados por sí solos con elecciones libres, y en ese capiden una "administración externa" para superar las incertidumbres del presente. El problema, en el fondo, no es el ocaso del patrón, sino la incertidumbre del amanecer en un país demasiado grande como Rusia, que nunca sabe hacia dónde orientarse.

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