03/09/2022, 12.58
MUNDO RUSO
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El funeral de Gorbachov y la Rusia inconclusa

La apertura a la libertad religiosa no formaba parte del programa inicial de reformas. Los acontecimientos posteriores al desastre de Chernóbil obligaron al secretario-presidente a cambiar de actitud, sumado a la sintonía que estableció con Juan Pablo II. Pero los rusos le reprochan el fin de la URSS como una renuncia a su rol de potencia mundial.

Se celebrará hoy en Moscú el funeral de Mikhail Gorbachev, el primer y último presidente de la Unión Soviética desaparecida en 1991, año que también marcó la muerte política de su líder. En los últimos 31 años Gorbachov no ha existido en Rusia: su fundación, muy activa en el campo de la beneficencia, no tuvo ninguna influencia política o cultural, ni durante la problemática década de Yeltsin ni durante los cada vez más resonantes veinte años de Putin.

El propio Putin fue a presentar sus respetos ante el cuerpo, depositó flores y viajó apresuradamente a Kaliningrado y otras ciudades para presidir las etapas finales de las competencias juveniles de las "Conversaciones sobre cosas importantes", eventos propagandísticos destinados a explicar las razones de la operación militar especial en Ucrania y a reinterpretar toda la historia rusa en clave heroica. El entierro se llevará a cabo con "algunos elementos de un funeral oficial", según explicó el portavoz del Kremlin Dmitry Peskov, tales como una guardia de honor y la presencia de altos funcionarios del Estado. No asistirá el presidente, quien reconoció el “gran papel en la historia universal” de Gorbachov, más para honrar a Rusia y su poderío que para alabar la figura del fracasado reformista.

No se escatimaron elogios a Gorbachov fuera de su patria, con apasionados recuerdos de Macron, Scholz, Biden, Johnson, Walesa, Guterres, Draghi, von der Leyden y muchos otros. El segundo líder soviético -junto con Khruščev- que concluyó su mandato en vida fue sin duda mucho más popular en el exterior que en Rusia. Las razones son bien conocidas: en el plano ideológico, los rusos le reprochan el fin de la URSS como una renuncia al rol de potencia mundial, así como la excesiva indulgencia a los favores interesados ​​de los occidentales, de los que se le considera el principal "agente extranjero" de la historia (el término que hoy está en boga para designar a los traidores).

La población, más sensible a los aspectos materiales de la vida social, recuerda con escalofríos aquel maldito quinquenio entre 1986 y 1991, cuando se suspendió la planificación económica sin que consiguieran establecer ningún otro sistema, sobre el cual no había una concepción concreta en la declamada perestroika. De hecho, ese punto de inflexión condujo a una crisis sin precedentes: los enormes supermercados, donde había pocos pero seguros productos en los veinte años de Brezhnev, estaban trágicamente vacíos, y para comprar carne y verduras había que recurrir a los mercados caucásicos con precios astronómicos o a las tiendas para extranjeros los que tuvieran la suerte de poseer talony, bonos especiales de compra reservados a unos pocos. Y lo que más enfurece a la mayoría de los rusos es el recuerdo de la "ley seca" (sukhoj zakon) de 1987 que limitaba la producción de bebidas alcohólicas. En los tiempos de Gorbachov la gente bebían perfumes y mezclas, incluyendo líquido de frenos, o hacían cola un día entero para conseguir una botella de vodka.

La condena oficial del gorbachovismo la pronunció Putin en el mensaje a la Asamblea Federal de 2004, cuando afirmó que "el colapso de la Unión Soviética fue la principal catástrofe geopolítica del siglo XX". Un desastre al que ahora está poniendo remedio con la reconquista de las tierras exsoviéticas, comenzando por Ucrania. El "colapso" se achaca a la ineptitud del entonces presidente, aunque en realidad fue sancionado el 8 de diciembre de 1991 por el acuerdo de Belovežka entre Yeltsyn, Kravčuk y Shushkevic, los presidentes de las repúblicas soviéticas de Rusia, Ucrania y Bielorrusia, que se convirtieron en Estados independientes sin ninguna participación de Gorbachov, ya marginado tras el golpe de agosto.

Sin embargo Gorbachov también había tratado de evitar la desintegración del imperio, con resultados trágicos como la "noche de las palas" en Tiflis en 1989, una represión sangrienta de las manifestaciones pacíficas antisoviéticas, el "enero negro" de 1990 en Bakú y, sobre todo, la toma militar del canal de televisión de Vilnius en 1991 que desencadenó el levantamiento de Lituania, el primer Estado que se separó de la URSS. Estos hechos sólo consiguieron acrecentar el odio y el rechazo hacia una figura que ya todos consideraban desgraciada, marcada de forma indeleble desde 1986 por la explosión de la central de Chernobyl que obligó a sustituir la perestroika por la glasnost, la libertad de información, abriendo la 'URSS a esa "invasión de Occidente" que hoy tanto desprecian Putin y el patriarca Kirill.

El patriarca es un personaje emblemático de la sucesión de etapas en la transición entre la URSS y la Rusia neoimperial. Como joven obispo brezhneviano, Kirill defendió a capa y espada la política soviética en todas las asambleas ecuménicas internacionales, pero fue uno de los primeros jerarcas de la Iglesia ortodoxa que apoyó las reformas tras la elección de Gorbachov en 1985, participando activamente en 1988 en las grandes celebraciones del Milenio del Bautismo de la Rus' que marcaron el comienzo del "renacimiento religioso" después de setenta años de ateísmo de Estado. En 1990 consiguió imponer la elección como patriarca de Aleksij (Ridiger), el metropolitano de Leningrado al que podía controlar, evitando con la ayuda de los funcionarios soviéticos la victoria del candidato de Kiev, Filaret (Denisenko) -que hoy tiene 95 años-, inspirador de la sublevación ucraniana contra Rusia y contra el mismo Kirill, a quien Filaret había ordenado obispo en 1976. Durante los años de Yeltsyn, como metropolitano extranjero del patriarcado, Kirill se ganó la reputación de "oligarca eclesiástico" para convertirse luego en el principal ideólogo del restauración putiniana de la Iglesia de Estado de la Gran Rusia. Es precisamente en el campo religioso donde resultan más evidentes las contradicciones del gorbachovismo, que finalmente condujeron a la nueva “sinfonía de poderes”.

En realidad la apertura a la libertad religiosa no formaba parte del programa inicial de reformas de Gorbachov. El nuevo secretario general del Comité Central del Partido Comunista, elegido en marzo de 1985, y su equipo pertenecían a la generación de los años sesenta. Eran personas en cuya formación había influido decisivamente el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (1956) y la campaña antirreligiosa de 1958-1964. Como la mayoría de ellos, Gorbachov era "sordo" a las cuestiones religiosas. El hecho de que los "conductores de la perestroika", como llamaban a los colaboradores de Gorbachov, no se proponían cambiar nada en las relaciones con la Iglesia queda confirmado por varios documentos publicados recientemente. Como escribió el antiguo colaborador a cargo del sector de propaganda del Comité Central del Komsomol, Valerij Alekseev, “Gorbachov y Likhačev dispusieron la redacción y aprobación para los años 1985-1990 de un paquete de decisiones secretas en relación con la necesidad de reforzar la lucha contra la activación del sectarismo religioso, la influencia reaccionaria del clero islámico, la limitación de la influencia del catolicismo en la población, las medidas para contrarrestar la influencia ortodoxa, etc.”. La fidelidad a los dogmas marxistas sobre la religión se refleja en la redacción del nuevo Programa del PCUS, aprobado en 1986 en el XXVII Congreso del partido.

Incluso las celebraciones del Milenio de la Rus, programadas desde 1983, se debían realizar solo dentro de las iglesias, con la indicación "no atraer la atención sobre este evento en particular". Los acontecimientos externos posteriores a Chernóbil obligaron al secretario-presidente a cambiar de actitud, sobre todo tras los primeros contactos con Reagan y otros líderes occidentales que elogiaban la novedad de un secretario soviético elegante y dialogante, que recorría el mundo con su encantadora esposa Raissa y quizás también estaba dispuesto a conceder aperturas a la libertad de expresión y de profesión religiosa. Entonces Gorbachov descubrió el mundo de la espiritualidad y estableció una sintonía con el líder mundial más exitoso, el Papa Juan Pablo II, quien aterrorizaba a los burócratas soviéticos con sus mensajes de "nueva evangelización". El nuevo presidente de la URSS reformada se encontró con el Papa en Roma el 1 de diciembre de 1989, inaugurando relaciones diplomáticas con la Santa Sede y conviniendo con la visión de una Europa cristiana "desde el Atlántico hasta los Urales".

El giro religioso de Gorbachov no sólo sumió en el pánico a los funcionarios del Estado sino también a los jerarcas de la Iglesia Ordotoxa, que no sabían cómo gobernar un renacimiento religioso totalmente por fuera de las tradiciones confesionales rusas. La sintonía entre Gorbachov y Juan Pablo II es quizás el pecado más grave que los rusos imputan al líder, que hoy será sepultado en el monasterio de Novodevichi junto a muchas otras figuras históricas de la política y la cultura rusas como el filósofo Vladimir Soloviev, quien quería la unión de los ortodoxos con los católicos para construir juntos una Iglesia universal. Hoy, en cambio, Kirill y Putin defienden el ideal de una Santa Rusia que se extiende "desde Lisboa hasta Vladivostok", un sueño imperial y místico destinado a no cumplirse, como todas las grandes imágenes de la Rusia antigua y moderna, incluyendo la  que sólo llegó a soñar Mijail Gorbachov.

 

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