16/12/2023, 15.27
MUNDO RUSO
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La Constitución rusa, garante de la monarquía universal del zar Putin

de Stefano Caprio

El 12 de diciembre se cumplió el trigésimo aniversario de la Constitución post soviética aprobada por Yeltsin, Carta Magna atribuida por Putin al totalitarismo estalinista,  aunque no impuso una nueva con su nombre. Incluso en la gran revisión de 2020 (con más de 200 modificaciones), se mantiene la farsa de la “Rusia democrática”. Con la votación del 17 de marzo, el presidente se propone inaugurar "el año cero de la nueva era".

 

El 12 de diciembre, Rusia celebró el trigésimo aniversario de la Constitución post soviética, aprobada por Boris Yeltsin en un momento de gran entusiasmo por las reformas democráticas y liberales, pocos años después de la caída del régimen comunista. En realidad ese mismo año las aperturas al nuevo sistema económico y político ya habían comenzado a entrar en crisis con la revuelta de los parlamentarios, que obligó a Yeltsin a bombardear la Casa Blanca moscovita para defender la "nueva democracia". Sin embargo, la ley fundamental se convirtió en un símbolo del cambio, y no sólo formal, para la construcción de un futuro que Rusia nunca había conocido realmente.

El primer contacto de los rusos con el "poder popular" se produjo cuando en 1698 el zar "occidentalista" Pedro el Grande, con poco más de veinte años, recorrió Europa con la "gran embajada" para visitar los astilleros de Dinamarca, Holanda y Gran Bretaña, porque le interesaba la construcción de naves. En Londres fue calurosamente recibido por el rey Guillermo III de Orange, el primer monarca del mundo que cedió parte de sus poderes a la Cámara de los Lores, a cuya sesión asistió el joven zar asomado a una pequeña ventana. Al final, Pedro comentó emocionado que "es fascinante cuando el pueblo le dice la verdad a su rey, aunque de todos modos después es él quien decide". De regreso a Moscú, Pedro también quiso conocer al filósofo Gottfried Leibnitz, quien le explicó que debía establecer el Senado y otras instituciones de un verdadero Estado europeo.

Pedro el Grande llevó consigo muchas novedades a su tierra natal, empezando por el tabaco y el vodka, que le valieron el título de "Anticristo" por parte de la Iglesia Ortodoxa, así como técnicas navales y arquitectónicas que quiso concentrar en la nueva capital, San Petersburgo, la "Ciudad de San Pedro". Llamada así en su honor, pero sobre todo como "nueva Roma", que fue edificada en pocos años e inaugurada en 1703, con canales y palacios similares a Venecia y Copenhague. En la "capital del norte" quiso poner de relieve los símbolos de la nueva nobleza rusa europeizada y, sobre todo, el magnífico edificio del Senado, la sede de los oberprokurory, los ministros rusos a los que se llamó así siguiendo las indicaciones de Leibnitz. No contaban para nada, salvo el "ministro de Culto" que controlaba la Iglesia en lugar del patriarca suprimido, y fue el único que conservó hasta la revolución el título de oberprokuror, también llamado oko gosudarevo, "el ojo del soberano".

La ilusión de las instituciones democráticas siguió siéndo sólo una ilusión durante los dos siglos del imperio de San Petersburgo, aunque recién se intentó establecer un Parlamento, la Duma ("pensamiento") Estatal, a principios del siglo XX, pocos años antes de la revolución, sin obtener, sin embargo, resultados creíbles. Incluso en los meses que transcurrieron entre las dos revoluciones de febrero y octubre de 1917, después de la abdicación del zar, los políticos rusos no lograron ponerse de acuerdo para reunir la Asamblea Constituyente y comenzar una nueva era democrática. Lo hizo Vladimir Lenin a principios de 1918, pero como fue claramente derrotado en la votación de la Asamblea, decidió disolverla y pasar directamente a la "dictadura del proletariado", es decir del partido y sus dirigentes, como había entendido mejor que todos el secretario Joseph Stalin.

La Constitución pseudoliberal de Yeltsin fue así reconducida por Putin al totalitarismo estalinista, pero teniendo la previsión de no imponer una nueva con su nombre - como hacían los dirigentes soviéticos - sino procediendo a sucesivas "modificaciones y correcciones". Incluso en la gran revisión de 2020, con más de 200 cambios, se quiso mantener la farsa de la "Rusia democrática", más aún, el único país verdaderamente democrático del mundo, como reiteró el propio Putin en la autocelebratoria conferencia de prensa antes de que comenzara la guerra en Ucrania. En realidad el texto revisado en el desafortunado año del covid, que había empañado la glorificación del nuevo zar, es la magna charta de la ideología de Putin, y se la suele llamar "Constitución del reseteo", porque se la asocia con el reinicio desde cero de los mandatos presidenciales y es la premisa para el intento de Putin de consagrarse en las elecciones del 17 de marzo.

Si no estalla una nueva y oscura epidemia, que en cualquier caso los rusos considerarían un complot del demonio occidental, y los ucronazis no logran reconquistar Crimea y el Donbass, como aseguró Putin con una sonrisa burlona a su público adorador, los treinta años de la era postsoviética quedarán archivados y se proclamará el año cero de la nueva era. Por eso a los alumnos de las escuelas rusas se les obliga en estos días a aprender de memoria los artículos de la Constitución, el evangelio de la superioridad y el triunfo de Rusia sobre todos los enemigos, que deben repetir durante las "Conversaciones sobre las cosas importantes", las horas de religión del credo putiniano.

La ley de Moisés-Putin garantiza la libertad de expresión, aunque para saber algo que no sea propaganda estatal hay que estar en condiciones de utilizar sofisticados sistemas VPN. La libertad de movimiento también es funcional a la misión común, por lo tanto, si a una persona se la necesita para hacer la guerra, se le retira el pasaporte para impedir que huya. La libertad religiosa está garantizada al más alto nivel, es decir, si uno cree en la Ortodoxia de Estado, y se desintegra a medida que uno baja los peldaños hacia las religiones "menos tradicionales", para perderse totalmente en las inaceptables "sectas destructivas", como los pobres Testigos de Jehová, de los cuales más de 500 languidecen en prisión acusados ​​de “extremistas”.

La Carta Magna propone, pues, una "democracia ética", un nuevo modelo del que Rusia es portadora para el bien de la humanidad, que garantiza la superioridad de los "valores tradicionales" - Dios, Patria, Familia y Guerra Santa - frente a todas las degradaciones morales y desviaciones sexuales que Occidente quería inocular en la carne de los rusos. El contagio había llegado a Ucrania, pero como reiteró el garante supremo de la Constitución, muy pronto la tierra del Bautismo de Kiev será definitivamente desnazificada y reconsagrada. Después de todo, una de las modificaciones aprobadas en 2020 establece que el presidente de Rusia debe haber residido permanente en Rusia durante al menos 25 años, mientras que, cuando fue elegido en el 2000, Putin había regresado de Alemania diez años antes, pero esa Alemania soviética no era un país extranjero, era parte del mundo ruso liberada por los vencedores del nazismo y hoy espera una nueva redención.

Un defecto que ya estaba presente en la Constitución de Yeltsin de 1993 es la ambigüedad en la definición de los mandatos presidenciales, que no quedaba claro si debían limitarse a dos en total o sólo a dos consecutivos. Por eso al final de su segundo mandato, en 2008, Putin decidió probar la "monarquía dualista", colocando en el trono al delfín Dmitry Medvedev y ocupando el sillón de primer ministro, que después fue restituido al mismo delfín por los dos mandatos siguientes desde 2012 hasta 2018, por lo menos hasta que el fiel “Dimon” sucumbió a la embriaguez del poder y se lo reemplazó por otros figurones. La modificación "de reseteo" de 2020 puso fin a los problemas de sucesión al trono, aquellos que impedían a Pedro el Grande asegurar el desarrollo del imperio del siglo XVIII, que quedó empantanado en los "reinados de los amantes" de las zarinas. Al menos hasta la llegada de Catalina la Grande, una alemana proféticamente "desnazificada" y rusificada más que los propios rusos, que a finales del siglo XVIII celebró la verdadera grandeza de Rusia invadiendo Crimea y engullendo Polonia, Bielorrusia y Ucrania, que se repartió con Austria y Prusia.

Ahora ya no hace falta buscar herederos ni descendientes: la ley fundamental establece la continuidad del poder "sin separación ni confusión", como afirma el dogma de Calcedonia sobre las dos naturalezas de Cristo, en el Concilio (Sobor en ruso) en el cual la Iglesia universal se atribuyó la definición de la "Ortodoxia". No habrá otro fuera de Putin, cualquiera sea la encarnación y revelación, confirmada por la exégesis auténtica del patriarcado ortodoxo, inmune a cualquier contagio externo.

Ya en 1993 la aprobación de la Constitución no se llevó a cabo mediante un "referéndum", sino que se denominó "votación de todo el pueblo", vsenarodnoe golosovanie, aunque en realidad acudió a votar alrededor del 30% del pueblo. De la misma manera, las próximas elecciones presidenciales de marzo no serán verdaderas elecciones, salvo para demostrar al mundo la superioridad "democrática" de Rusia, incluso y sobre todo en tiempos de guerra. De hecho, Ucrania ha decidido postergar la votación hasta tiempos más pacíficos, y se auspicia que las elecciones en Europa y América sean buenas noticias para los rusos y den a cada pueblo de la tierra el Putin que están esperando, o por lo menos el que se merecen.

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