La resurrección de Stalin en la Rusia de Putin
La Novaya Gazeta documenta que desde la década de 1990, y de forma creciente en el cuarto de siglo de Putin, se han erigido 213 nuevos monumentos a Stalin y se han llevado a cabo cientos de eventos de diversos tipos para conmemorarlo. Y esta evocación, funcional al servicio del culto a la Victoria, permite hoy a Putin reprimir con dureza cualquier forma de disidencia.
Mientras el ejército ruso provoca directamente a los países de la OTAN con una flotilla de drones sobre Polonia, sembrando el pánico en el mundo entero por la posibilidad de una escalada nuclear de la guerra, Rusia hace gala de su rostro cínico incluso respecto de las negociaciones de paz y las posibles nuevas sanciones económicas, demostrando que está segura de poder imponerse a pesar de todo, fortalecida por el gran desfile militar de Beijing junto al “nuevo Mao” Xi Jinping. Se suceden los foros económicos, desde Vladivostok hasta San Petersburgo, donde Putin tranquiliza a todos desmintiendo a los profetas de la fatalidad que hablan de recesión y asegurando que “Rusia tiene reservas energéticas y minerales infinitas”, suficientes para sobrevivir a cualquier crisis y a cualquier guerra. De hecho, mientras los drones rusos cruzaban la frontera, el presidente dio la bienvenida a un grupo de jóvenes estudiosos rusos que mostraron los descubrimientos de los nuevos “frutos de la inmortalidad”, uvas y fresas que garantizan el rejuvenecimiento y una larga vida.
La retórica de la gran Victoria se reitera en formas cada vez más grotescas y apocalípticas, desde el 9 de mayo moscovita hasta el 3 de septiembre en Beijing, para mostrar al mundo que la historia está “tomando un nuevo rumbo” que en gran medida repite los caminos del pasado. Si el líder chino se propone como una nueva versión del Gran Timonel vistiendo su histórica chaqueta, el ruso se reconoce cada vez más como la reencarnación del Padre de los Pueblos, el ruso-georgiano Iósif Stalin, que gobernó la URSS durante treinta años, un hito que el propio Putin se dispone a emular, sin chaqueta militar pero confiando en una Victoria igualmente universal.
Una investigación de los periodistas Aleksandra Arkhipova y Yuri Lapshin en Novaya Gazeta documenta las cifras del proceso de reestalinización que comenzó en la década de 1990 y se ha acelerado cada vez más en el cuarto de siglo del putinismo, con 213 nuevos monumentos al dictador y cientos de eventos de diversa índole, la mayoría de las veces por iniciativa del partido comunista KPRF, pero también de muchas autoridades regionales e instituciones patrióticas. El año más glorioso en este sentido fue 2019, en el 140 aniversario del nacimiento de Stalin, cuando se inauguraron cerca de veinte nuevos monumentos conmemorativos, precisamente mientras iba creciendo propósito de resolver la crisis de Ucrania con una “operación especial” que comenzó tres años después.
Después de años de retorno espontáneo al culto a la personalidad del hombre que creó la Unión Soviética, en los últimos tiempos la conmemoración de Stalin ha adquirido en Rusia un cariz más oficial e institucional, como se confirmó en mayo de este año en el contexto de las ceremonias por la Victoria en la Gran Guerra Patriótica cuando se inauguró un bajorrelieve de Stalin en la estación Taganskaya del metro de Moscú. La composición muestra al dictador rodeado de súbditos leales que le ofrecen ramos de flores, y es la copia exacta del original que en ese mismo lugar se había instalado en 1966 como símbolo del “neoestalinismo” del secretario del PCUS Leonid Brézhnev, cuando Putin tenía 14 años y era un matón callejero, según él mismo cuenta en sus memorias autobiográficas.
La iniciativa se reprodujo en la república siberiana de Buriatia, donde el 6 de mayo se erigió un nuevo monumento a Stalin en memoria de la fundación del Komsomol en la región mongólica, y en otros lugares de la Federación, como Vologda, con un busto dedicado al “Generalísimo”, y Kurgán, cuando el gobernador local organizó una “maratón de citas de Stalin”. En julio el comandante de la flota del Báltico, el general Serguéi Lipilin, donó un busto del Vozhd (otro título estalinista, que equivale a “el Duce”) para la residencia de oficiales de Kaliningrado, el enclave ruso en las costas polacas, donde la tensión es máxima en estos días.
A nivel puramente político, en los últimos años es evidente que ha cambiado la percepción de la época estalinista, no solo por la gloria de la Victoria sobre el nazismo, el argumento principal de la retórica bélico-patriótica que acompaña la guerra de “liberación del ucronazismo” en Ucrania y en el mundo entero, sino también por una consideración más amplia del estalinismo en las relaciones con los pueblos y los Estados vecinos. Ya no se habla de los crímenes y del terror estalinista, justificados por una valoración que Putin ha reiterado en varias ocasiones, según la cual el “gran revolucionario” Vladímir Lenin no tenía una idea clara de la nueva creación política que nació de los acontecimientos de 1917 y los años siguientes, y cometió el error capital de “crear Ucrania” y las demás repúblicas separadas, en vez de haber impuesto la grandeza de Rusia sobre los otros pueblos. Stalin habría intentado entonces “corregir el error” de Lenín, y por eso se vio obligado a sacrificar a algunas personas (algunas decenas de millones) encerrándolas en campos de concentración.
Esta versión corresponde, en efecto, a las circunstancias que vieron al líder revolucionario debilitado por las enfermedades y rehén de Stalin en los últimos años de su vida entre 1922 y 1924, después de haber agotado sus fuerzas en los años de la guerra civil desde 1918 hasta 1921. Lenin se oponía al “chovinismo gran-ruso” que implementó Stalin, quien mientras tanto eliminaba a todos sus adversarios internos del partido, ocultando las últimas directivas del líder supremo. No es casualidad que, tras una lucha sistemática por asumir la plenitud de los poderes, Stalin se ensañara sobre todo con Ucrania, que desde 1930 fue sometida a las medidas más radicales para llevar a cabo la colectivización agrícola de los Koljós, hasta someter a los agricultores libres ucranianos (y también caucásicos, hasta Asia Central) a la des kulakización, la persecución de los particulares llamados kulaks a los que se consideraba traidores a la patria (hoy se diría “agentes extranjeros”), e incluso a la privación de los bienes esenciales, la “hambruna de Estado” llamada Holodomor, una de las medidas más inhumanas de opresión étnica y social que hoy fácilmente se consideraría “genocidio”.
Por si fuera poco - después de la tragedia de la guerra, la invasión nazi de la Operación Barbarroja que los ucranianos apoyaron no por simpatía ideológica sino para liberarse del yugo soviético - inmediatamente después de la victoria Stalin, que había restaurado el Patriarcado de Moscú para su propia gloria, se inventó la unificación de la Iglesia greco-católica ucraniana con la ortodoxa moscovita, que fue organizada en 1947 en el “Pseudo-Sínodo” de Lvov por sus colaboradores más cercanos, el patriarca de Moscú Alexy I (Simansky) y el secretario del Partido en Ucrania, el futuro “reformador” Nikita Khrushchev. Todo se corresponde hoy con la Rusia de Putin, desde la centralización del poder anulando las oposiciones hasta la colectivización e industrialización “bélica” y el apoyo a la Iglesia rusa en Ucrania, una de las motivaciones ideológicas más fuertes para el lanzamiento de la “operación especial”.
En los medios rusos de hoy ya no se habla de los campos de trabajo estalinistas y de los que sufrieron del terror de la década de 1930, pero en la práctica se eliminan los monumentos a las víctimas de esas persecuciones, sobre todo las de nacionalidad no rusa como los lituanos, los polacos, los finlandeses y tantos otros, y se cierran los museos y las asociaciones dedicadas a la memoria de las represiones políticas. No se niegan los hechos, pero la opinión pública tiende a reconocer más bien los “méritos” de la dictadura, con el uso cada vez más frecuente de expresiones como “con Stalin esto no ocurría”, “el camarada Stalin los habría fusilado a todos”, “haría falta que volviera Stalin”, lo que de hecho se está cumpliendo con Putin. El mundo entero temía a Stalin, pero “lo respetaban”, tal como ocurrió en Alaska en el encuentro con Donald Trump.
Otra frase conmemorativa dice que “Stalin hacía todo por la Patria y no en beneficio propio”, que envió a sus propios hijos a la guerra y cuando murió sólo le quedaban 800 rublos en su cuenta, como repiten a menudo los líderes comunistas de hoy. Sin duda no se puede aplicar el mismo rasero al actual presidente, que posee bienes incalculables y coloca a sus hijas y nietos en todos los puestos de poder posibles, aunque se mantiene una imagen de fondo del gran líder que se sacrifica por su pueblo. La evocación de Stalin permite hoy a Putin actuar con dureza en la represión de cualquier forma de disidencia, sobre todo cuando ya no es necesario enviar a millones de personas a Siberia sino que es suficiente cortar las alas a unas cuantas decenas de disidentes y dejar morir a sus líderes en el frío invernal, como ocurrió con Alekséi Navalny. Para el resto es suficiente cortar Internet y obligar a todos a usar el messenger patriótico Max, ya que ahora todos viven de comunicaciones exclusivamente virtuales
Sin la recreación de Stalin no habría sido posible recrear el culto a la Victoria, la única verdadera dimensión ideológica de la Rusia de Putin dado que no hay ninguna perspectiva de una “Rusia del futuro”, tanto por razones económicas como sociales y políticas. La definición más acertada es una frase del propio Putin: “el futuro será como el pasado, y el pasado era maravilloso”.
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