20/11/2025, 12.31
LINTERNAS ROJAS
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Los Labubu cosidos en el campo y el auge del trabajo precario de las mujeres en China

de Andrea Ferrario

Desde los muñequitos que se han convertido en un fenómeno global hasta las grandes fábricas tecnológicas y el sector de la distribución, en China se está extendiendo cada vez más un sistema que se basa en la capacidad de transformar las necesidades individuales y las obligaciones familiares en una disponibilidad para trabajar prácticamente sin límites. Las propias mujeres se ven empujadas a abandonar contratos estables (y garantizados solo sobre el papel) para pasar a formas de empleo temporal y estacional.

Milán (AsiaNews) - En las zonas industriales de la provincia de Henan, miles de mujeres cosen ropa en miniatura para los muñecos Labubu, el fenómeno comercial chino del año. Muchas tienen más de cincuenta años y trabajan once horas al día en la fábrica, para luego continuar otras dos o tres horas como trabajadoras a destajo, atando los cordones de los zapatos de los muñecos cosidos. Ganan solo unos céntimos por pieza, pero la mayoría de ellas no está expuesta a una presión financiera tan grave como para justificar ese trabajo adicional. Algunas describen su decisión como una forma de adicción que las lleva a buscar un sentido de valor personal a través del exceso de trabajo, en un contexto en el que la ansiedad por el envejecimiento las lleva a multiplicar las horas frente a la máquina de coser para sentirse aún a la altura.

La situación cambia radicalmente en las grandes fábricas del sector tecnológico, donde la motivación ya no es la búsqueda de ingresos adicionales o de un papel social, sino la necesidad de alcanzar un salario que, sin horas extras, ni siquiera cubre los gastos básicos. Esta dinámica encuentra su manifestación más evidente en las fábricas de Foxconn en Zhengzhou, la mayor base mundial de montaje de iPhones, donde la presión productiva y las expectativas de rendimiento alcanzan niveles tales que acentúan aún más la distancia entre lo que las trabajadoras esperan obtener y las condiciones reales en las que se encuentran trabajando. En este contexto, las llamadas «Foxconn Moms» optan por abandonar los contratos estables, con seguros y prestaciones, para pasar a formas de empleo temporal y estacional. Trabajan unos meses durante los picos de producción, dimiten al final de la temporada y al año siguiente vuelven a la misma fábrica como nuevas contratadas. Este esquema acaba acercando el trabajo en la fábrica a una forma de empleo fragmentado e intermitente, con la particularidad de que, a pesar de la discontinuidad, el lugar de trabajo sigue siendo formalmente el mismo.

El mecanismo que explica esta aparente contradicción se encuentra en la estructura salarial. El salario base en las fábricas de Foxconn está fijado en el mínimo legal, unos 1900 yuanes al mes, del que hay que restar las deducciones obligatorias que erosionan aún más el sueldo. Sin horas extras, quedan unos pocos cientos de yuanes, demasiado poco para justificar la lejanía de la familia. Las horas extras se convierten así en la única forma de alcanzar un salario aceptable, que puede llegar hasta los 6000 yuanes en los meses de mayor actividad, pero Foxconn las concede como premio selectivo solo a quienes mantienen un ritmo impecable y no cometen errores. Quienes quedan excluidos se encuentran con un salario insuficiente y abandonan el puesto, siendo rápidamente sustituidos por nuevos reclutas procedentes de las zonas rurales cercanas. La aparente libertad de elegir formas de empleo más flexibles enmascara un mecanismo que comprime los salarios básicos y obliga a las trabajadoras a competir para acumular horas adicionales.

Producción y maternidad, la doble explotación de las trabajadoras

Detrás de esta aparente fluidez del trabajo se esconde una división que afecta sobre todo a las trabajadoras. En las fábricas de montaje electrónico, el acceso a los puestos técnicos mejor remunerados sigue privilegiando a los hombres, mientras que quienes acceden a las tareas más duras y repetitivas son en su mayoría mujeres con años de experiencia no reconocida a sus espaldas. Con perspectivas salariales más limitadas desde el principio, muchas aceptan turnos adicionales, pausas no remuneradas o cambios repentinos de horario sin poder realmente negociar. Lo que se presenta como trabajo voluntario se traduce, en realidad, en una necesidad cotidiana.

Una dinámica similar se observa en el sector de la entrega a domicilio, donde en los últimos dos años las repartidoras han aumentado en un 35 %, en su mayoría mujeres casadas con hijos y cuya edad media es superior a la de sus compañeros masculinos. Ganan menos, se ven penalizadas por los algoritmos que privilegian la velocidad y la disponibilidad nocturna y, para compensar estas desventajas, también trabajan en los días que deberían ser de descanso. Las limitaciones físicas y de seguridad se entrelazan así con un modelo de remuneración que acentúa las desigualdades de género. A esta presión se suma el peso creciente de lo que los sociólogos denominan reproducción social. En las zonas rurales de la provincia de Henan, el coste del matrimonio, la casa y el coche que se exigen como dote alcanza cifras desproporcionadas en relación con los ingresos agrícolas, mientras que el progresivo cierre de las escuelas primarias de los pueblos ha obligado a las familias a recurrir a centros privados con matrículas cada vez más caras. Los gastos de educación y asistencia a los ancianos hacen indispensable disponer de unos ingresos estables, y para muchas madres esto significa trabajar en una fábrica.

Pero la cultura del cuidado intensivo, ya arraigada también en las zonas rurales, impide a las madres trabajar lejos de casa de forma continuada. Por ello, muchas de ellas optan por salidas estacionales, confían sus hijos a los suegros solo durante los meses de verano, cuando la escuela está cerrada, intentan ahorrar algo durante los periodos de mayor demanda y luego regresan en otoño. Este movimiento cíclico, modelado por los horarios de la fábrica y las responsabilidades familiares, genera una rotación muy alta que ofrece a las empresas una mano de obra siempre disponible y reciclable, lo que acaba reforzando el sistema. La mano de obra femenina sigue siendo indispensable pero, al mismo tiempo, fácilmente sustituible, una condición que hace imposible cualquier forma de estabilidad o solidaridad colectiva.

Más allá de la narrativa oficial

Estas formas de movilidad intermitente no son un fenómeno aislado, sino el resultado de un cambio más profundo. La deslocalización de las fábricas de la costa hacia las provincias del interior, iniciada alrededor de 2010, sentó las bases del nuevo régimen de precariedad. La apertura de la planta de Foxconn en Zhengzhou, con cientos de miles de empleados, marcó el inicio de una transformación que luego se extendió a muchas otras provincias. La decisión de ubicar las fábricas cerca de las aldeas rurales facilitó el acceso de las mujeres con hijos al trabajo industrial, lo que favoreció una afluencia constante de nueva mano de obra y modificó profundamente la composición de la población activa. Esta transformación se superpuso a la campaña estatal para la formalización del trabajo migrante. Desde 2014, el Gobierno ha limitado el empleo de personal temporal y ha prometido mayores garantías, pero los contratos formales siguen siendo en gran medida inaccesibles: las deducciones obligatorias absorben una parte considerable del salario base y las prestaciones requieren años de residencia continua en la misma ciudad, una condición poco realista para quienes se desplazan estacionalmente entre la fábrica y el pueblo. Las garantías existen sobre el papel, pero no en la vida cotidiana de las trabajadoras.

La misma estructura se repite en formas solo aparentemente diferentes. Ya se trate de fábricas que producen accesorios para los muñecos Labubu, de plantas de montaje electrónico o del sector de la distribución urbana, el principio sigue siendo el mismo: el sistema se basa en la capacidad de transformar las necesidades individuales y las obligaciones familiares en una disponibilidad para trabajar prácticamente sin límites. Lo que se presenta como una elección personal, como un margen de flexibilidad o como una oportunidad de obtener ingresos, esconde en realidad una organización que absorbe todo el espacio que dejan libre las políticas salariales y la ausencia de protecciones, y que utiliza a las mujeres como amortiguador continuo de las fluctuaciones productivas.

La brecha entre la narrativa y la realidad define así la situación actual del trabajo femenino en China. La precariedad se presenta como flexibilidad y la dependencia económica como autonomía. Detrás de la imagen del empoderamiento se vislumbra una estrategia de acumulación basada en la segmentación de la mano de obra y en la interconexión entre la producción y el cuidado. Las trabajadoras quedan atrapadas en este frágil equilibrio, suspendidas entre presiones económicas cada vez más fuertes y expectativas sociales que siguen vinculándolas al papel de madres y guardianas de la familia.

 

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