El Myanmar desgarrado por el conflicto va a las urnas, pero se vota sin elección
Casi cinco años después del golpe de Estado que puso fin a la democracia, la junta militar ha convocado elecciones, a pesar de que el conflicto continúa en muchas zonas. Diversos organismos internacionales y buena parte de la población civil consideran que estas son una farsa. Mientras tanto, la población desplazada a causa de la guerra y del terremoto sigue intentando construir un futuro lleno de incertidumbres.
Rangún (AsiaNews) - Las elecciones que se celebrarán en Myanmar el 28 de diciembre, el 11 de enero y en una tercera fase el 25 de enero, según anuncios recientes, se consideran una farsa incluso dentro del país: “Ya sabemos el resultado. Los militares de más alto rango han cambiado sus vestiduras para poder gobernar”, comenta una persona que prefiere mantener el anonimato para evitar la persecución de las autoridades militares. “No cambiará nada a nivel político”, añade. El ejército birmano que tomó el poder el primero de febrero de 2021 con un golpe de Estado y abrió el camino a una brutal guerra civil, hoy solo controla una parte del territorio, sobre todo las grandes ciudades de las regiones internas, como Rangún y Mandalay, donde casi parece posible llevar una vida normal. En la primera, por ejemplo, no es raro encontrar grupos de turistas rusos que deambulan por la zona del puerto, fotografiando con curiosidad algunas de las pagodas más antiguas e importantes del mundo budista. En la segunda, en cambio, cada vez se ven con más frecuencia letreros en mandarín, debido a la continua afluencia de hombres de negocios chinos.
Moscú y Beijing son los principales partidarios y proveedores de armas del general Min Aung Hlaing, quien hace casi cinco años puso fin al paréntesis democrático de Myanmar e hizo arrestar a Aung San Suu Kyi, de 80 años, Premio Nobel de la Paz, ex jefa de gobierno y líder de la Liga Nacional para la Democracia (NLD). Hasta hoy se desconocen sus condiciones de salud y de detención, mientras que su nombre se ha vuelto impronunciable: el temor a los espías en busca de una recompensa fácil del régimen está siempre a la vuelta de la esquina.
Las elecciones que se realizaron hace diez años, cuando la “Señora” fue elegida por primera vez con una participación récord, ya son un recuerdo doloroso para muchos birmanos: “Inmediatamente después que se produjo el golpe, médicos y maestros dejaron el trabajo en señal de protesta y se sumaron al Movimiento de Desobediencia Civil – explica un cooperante extranjero que llegó a Rangún en 2020 –. Las manifestaciones eran pacíficas, todos salieron a la calle para protestar. Se había convertido en una costumbre asomarse por la noche durante una hora a la ventana y golpear ollas y sartenes para hacer ruido. Después la represión de los militares silenció la oposición: las barricadas pasaron de las calles principales a las secundarias, los soldados empezaron a entrar en las casas de los manifestantes durante la noche y hacían desaparecer a los jóvenes. Entonces se impuso el miedo y la resignación en las ciudades”.
A diferencia de Rangún, en Mandalay es más palpable la precariedad debido a la presencia de campamentos de desplazados y de edificios inseguros o que quedaron totalmente destruidos con el terremoto de magnitud 7.7 que el 28 de marzo de este año devastó regiones enteras del país. “El actual gobierno no ha hecho casi nada por la población. Solo las familias más ricas han podido reconstruir sus casas”, sigue explicando el cooperante.
Las autoridades locales reconocen seis campamentos oficiales, aunque se ha prohibido usar la palabra “desplazados”. Las Naciones Unidas estiman que hay casi 4 millones de refugiados internos, que en su mayoría pertenecen a grupos étnicos minoritarios y escapan de las zonas de combate activo, localizadas a lo largo de las fronteras con otros países. Muchos de ellos han sido desplazados varias veces a lo largo de su vida, porque las milicias étnicas luchan contra el gobierno central exigiendo una mayor autonomía desde que Myanmar obtuvo la independencia del Reino Unido en 1948.
Lo que separa a la ciudad de Mandalay de la guerra es el río Irrawaddy. En la otra orilla del curso de agua comienza la región de Sagaing, donde el ejército birmano combate contra las Fuerzas de Defensa del Pueblo (People’s Defence Forces, PDF) que nacieron como brazo armado del Gobierno de Unidad Nacional (NUG) compuesto por ex diputados de la NLD en el exilio. Los suministros de gasolina, víveres y dispositivos médicos en esta región son muy restringidos, porque podrían terminar en manos de las PDF: “Los militares confiscan incluso las compresas higiénicas porque podrían usarse para detener la sangre en las heridas de bala de los combatientes”, dice un joven de 32 años de Mandalay, responsable de proyectos de una pequeña ONG local. “Después de haber trabajado mucho tiempo en ventas en el extranjero, en 2021 sentí la necesidad de hacer algo más por mi país, y me pasé a la cooperación –prosigue el joven–. Dos de mis amigos murieron al comienzo del conflicto y casi todos los demás están ‘en la selva’”, lo que significa que se han unido a la resistencia.
En los campamentos para desplazados de Mandalay, como en la mayor parte de las zonas del país controladas por la junta, sólo se ven mujeres, niños, adolescentes y ancianos; los varones de entre 18 y 45 años están casi todos en el extranjero o combatiendo por una parte o por la otra. Debido a las pesadas pérdidas que sufrió en los últimos años, el Ejército impuso el servicio militar obligatorio a varones y mujeres en febrero de 2024, y reclutó a todos aquellos que todavía no estaban involucrados en los enfrentamientos.
Una mujer rohingya, desplazada cuando perdió su casa en el terremoto, comienza a contar sus propias tragedias desde la pandemia de Covid-19, como la mayoría de los birmanos: “Trabajaba como guía turística con mi marido, pero perdimos el trabajo. Después llegó el golpe de Estado y hace pocos meses el terremoto, en el que perdí a mi cuñada y a mi sobrina. Ahora mi marido enseña inglés a los niños desplazados, que no van a la escuela desde hace cinco años. Aunque hemos perdido todo, esperamos un futuro mejor, ¡inshallah! Si Dios quiere”. Los rohingya son una minoría étnica apátrida de mayoría musulmana que se concentra en el Estado occidental de Rakhine, una de las regiones donde los enfrentamientos son más violentos. En el resto del país, sin embargo, se habla de ellos como “bengalíes”, un término despectivo para señalar que no pertenecen a Myanmar.
El sufrimiento es el rasgo común que une a toda la población de la antigua Birmania: “Myanmar es un país maravilloso, pero no se asocia con la felicidad”, comenta un médico que desde 2018 trabaja en Taunggyi, capital del Estado septentrional Shan. En la ciudad de la “gran montaña” (este es el significado del nombre en birmano), los refugiados provienen sobre todo de Loikaw, Demoso y Pekhon, regiones de mayoría cristiana que fueron blanco de los ataques durante la primerísima fase de la guerra civil. En cambio los que habían escapado de la ciudad septentrional de Lashio regresaron a casa cuando las milicias étnicas, por presión de China, devolvieron el cuartel general al ejército.
“Al principio pensaba que era una persecución contra los cristianos”, cuenta una profesora universitaria que se unió al Movimiento de Desobediencia Civil y todavía mantiene su decisión, aunque eso implique que su familia haya sido incluida en la lista negra del ejército: “Después me di cuenta de que están atacando a todos: budistas y minorías por igual”. El conflicto no es religioso, sino que divide a los que apoyan la dictadura y los que quieren un sistema democrático. Entre los jovencísimos soldados apostados en chanclas en los puestos de control, a lo largo de la carretera que lleva de Mandalay a Taunggyi, se ven algunos con cruces tatuadas en el cuello.
Sin embargo muchos birmanos también se sienten abandonados por el Gobierno de Unidad Nacional (NUG): “Todos quieren que termine la guerra – sigue diciendo el médico –, pero el ejército amenaza a aquellos que no tienen intención de votar, mientras que el NUG ha pedido que se boicoteen las elecciones”. La posición más difícil es la de aquellos que deciden no tomar partido y habitan el "espacio de la humanidad”, como lo ha llamado un diplomático extranjero con base en Rangún.
Los que más sufren son aquellos que todavía no saben si ir a votar, y por ahora prefieren continuar estudiando para cuando llegue el momento de reconstruir el país. “Durante las protestas de 1988, mi hermano se había unido a los levantamientos contra el régimen militar de esa época”, cuenta una mujer cristiana de cincuenta años de Loikaw, donde el ejército incendió su casa. Muchos creyentes han intentado regresar en los últimos meses, pero proceden con cautela debido a las minas terrestres que sembraron los soldados en los campos de los alrededores. “Mi familia ha sufrido demasiado como consecuencia de aquella experiencia y hoy hemos aprendido la lección: mis tres hijos están estudiando en la universidad para asegurarse un futuro mejor, sea cual sea”.
01/09/2021 15:28
18/08/2025 13:25
