09/08/2025, 17.05
MUNDO RUSO
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Espíritu patriótico y política (censurada) de la memoria en la Rusia de Putin

de Stefano Caprio

Se intensifica la censura de las publicaciones que no respetan la política estatal y la proclamación de los “valores tradicionales”. Una memoria suprimida bajo el “yugo soviético”, todos los intentos de restaurarla son confusos y artificiales. Uno de los objetivos ideológicos del Kremlin es inculcar en la población una verdadera “conciencia rusa universal”. El regreso al pasado es un aspecto fundamental del espíritu patriótico.

En enero de este año se publicó en Rusia un libro titulado “En busca de la antigüedad rusa”, escrito por el historiador Konstantin Pakhaljuk, de 36 años, quien tras una brillante carrera en varias universidades rusas y en el exterior, fue catalogado como “agente extranjero” y obligado a refugiarse en Israel. El libro fue retirado inmediatamente de la venta debido a la denuncia del movimiento ultraconservador de las “Cuarenta Cuarentenas”, en un clima de censura cada vez más estricta contra cualquier publicación que no responda a la política estatal y la proclamación de los “valores tradicionales”.

En este caso concreto, el libro fue acusado de “ofensa sacrílega a nuestra Patria”, pero algunos ejemplares llegaron a las bibliotecas de Moscú y, como en la época soviética, se difunden en forma de samizdat, ya no copiándolos a mano a escondidas, sino grabándolos con la cámara del teléfono. El “sacrilegio” del autor ruso-israelí consiste en realidad en el intento de aclarar las cuestiones abiertas sobre la verdadera identidad rusa, más allá de las declaraciones formales y grandilocuentes que se repitieron continuamente con motivo del reciente aniversario del Bautismo de la Rus' de Kiev.

Una cuestión crucial es la “política de la memoria” en las provincias, en las cien regiones de la Federación Rusa en las que viven doscientas etnias pequeñas, grandes y pequeñísimas. ¿Qué es lo que realmente “recuerdan” las regiones de la “gran historia rusa” y hasta qué punto se identifican con ella? ¿Cuánto de la “rusidad” depende realmente de la “antigüedad rusa”? No sin una buena dosis de ironía, Pakhaljuk observa que los actuales “Z-patriotas”, los partidarios de la guerra de Rusia contra el mundo entero, no son muy propensos a profundizar en las cuestiones del pasado para evitar incertidumbres y contradicciones, por lo que esta tarea debe ser asumida por un “agente extranjero”, más libre de prejuicios y esquemas mentales.

La mirada del historiador sobre el “neomedievalismo” ruso no pretende ser solo un “retorno al pasado”, dejándose arrastrar por nostalgias y modelos idealizados, en la búsqueda de las propias raíces. Konstantin se propone ampliar la perspectiva y ofrecer una visión de la historia rusa “descentralizada”, que tenga en cuenta muchos factores diferentes, algo especialmente importante en el contexto de los acontecimientos actuales. Uno de los elementos que más afecta a la sensibilidad tanto de los líderes como de las distintas poblaciones locales, en efecto, es el crecimiento de un nacionalismo ruso radical en oposición a los diversos nacionalismos étnicos menores, que se expresan en muchas formas diferentes.

Sin embargo, Pakhaljuk no pretende comparar la etnia rusa con las otras, sino que se centra precisamente en el nivel de “rusidad” de las regiones propiamente rusas, como las 12 regiones de la Rusia central además de Moscú: Smolensk, Rjazan, Velikij Novgorod, Tver, Vladimir, Brjansk, Ivanovo, Kaluga, Orel, Kostroma, Tula y Jaroslavl. ¿Cuál de ellas es la más rusa, teniendo en cuenta que Moscú surgió después de casi todas las demás? El mismo atributo de “ruso” se coloca junto a figuras sociales, profesionales o religiosas: el campesino ruso, el mercader ruso, el noble ruso o el ortodoxo ruso, y muchas de estas definiciones se refieren específicamente al territorio, a las historias de las ciudades y los principados, a los objetos y a las estructuras que expresan el alma rusa, desde los distintos Kremlins hasta los íconos sagrados, pero es como si precisamente “el hombre ruso” escapara a la clasificación.

Gran parte de esta memoria fue borrada bajo el “yugo soviético” del siglo XX, y cualquier intento de restaurarla parece bastante confuso y artificial, tan es así que en la retórica estatal la “identidad rusa” parece superponerse principalmente a la “identidad soviética”, como en el caso del mismo zar-presidente y exjefe de la KGB, Vladimir Putin, e incluso del patriarca Kirill (Gundiaev), otro conocido ex agente de la KGB, en la que a menudo parece inspirarse más que en las tradiciones eclesiásticas y litúrgicas. En las reconstrucciones históricas a menudo se ensalza a los personajes que desde las provincias se distinguieron a nivel nacional (soviético, federal), como los grandes de la revolución, Vladimir Lenin, que procedía de la burguesía de Simbirsk, en el sur, por no hablar del judío ucraniano Lev Trotski o del georgiano Iósif Stalin. En el fondo, los zares Romanov habían perdido la pureza genética rusa desde el siglo XVIII, y el último emperador, Nicolás II, tenía menos de una décima parte de sangre rusa.

La identidad rusa aparece en esta retrospectiva como una forma de provincialismo, dada la diversidad étnica de sus héroes, de los cuales el último verdadero ruso proveniente de las profundidades de Siberia fue el monje que se autoproclamó un ser superior, Grigori Rasputín, cuyo apellido significa “el cruce de caminos”, con el que se puede relacionar el actual líder, Vladimir Putin, “el hombre de la calle”. Precisamente por ello, uno de los objetivos ideológicos de la actual dirigencia del Kremlin es inculcar en la población una verdadera “conciencia rusa universal”, superando las divisiones y el sentimiento de marginalidad propios de un pueblo disperso en un territorio siempre lleno de peligros, a menos que lo domine con una proyección aún más vasta y sin fronteras. El “verdadero ruso” no soporta ser excluido o marginado, necesita sentirse siempre “en el centro”.

En la última década se han abierto en Rusia más de un centenar de museos locales, dedicados no solo a la retórica bélica y a los héroes militares locales, sino también al deseo de “inscribirse en la antigüedad rusa”, reafirmando a nivel regional el ansia de superar la insignificancia nacional, federal y global, incluso apelando a alguna vaga cita en los manuscritos de las crónicas más antiguas. La ciudad de Pskov, en el noroeste, donde hasta hace dos años el jefe de la Iglesia era el “historiador imperial” Tikhon (Shevkunov), hoy metropolita de Crimea, ensalza los 1100 años de su historia, que comenzó más de cincuenta años antes del Bautismo de Kiev, basándose en una cita de pasada de la Crónica de Néstor, donde se afirma que la princesa Olga, abuela de Vladimir el Grande, provenía de Pleskova, identificada con la región de Pskov. O la ciudad de Yaroslavl, en el centro de Rusia, donde viven más de medio millón de personas, se funda en la leyenda del príncipe Yaroslav el Sabio, hijo de Vladimir, que venció a un oso con sus propias manos.

Estas historias arcaicas y fantasiosas no se corresponden en realidad con el desarrollo real de estas ciudades y regiones, cuya actividad y presencia histórica se remonta como máximo a 500-600 años, poco más de la mitad del “milenio cristiano”. La misma Moscú empezó a consolidarse después del 1300, y se convirtió en centro imperial con Iván el Terrible a mediados del siglo XVI, cuando no por casualidad se había difundido la ideología de la “Tercera Roma”. Precisamente esta definición, probablemente la más simbólica de lo que se entiende por “identidad rusa”, indica la voluntad de remontarse en la historia antigua hasta los imperios más gloriosos, haciendo evidente el complejo de inferioridad y el continuo resentimiento de los rusos por haber llegado a la escena demasiado tarde. Como afirma Pakhaljuk, la “antiguación artificial” es la verdadera clave para comprender a los rusos de hoy, pero también a los de siglos anteriores, el deseo de ser los primeros, los más “tradicionales” y originarios de los grandes valores de la historia, sin querer admitir que lo han recibido todo de otros, tanto de Occidente como de Oriente.

De este modo, se vacía de significado incluso la verdadera antigüedad de Rusia, atestiguada por importantes monumentos arquitectónicos como en la gran Nóvgorod, en Pskov y en Vladimir, o ante el espléndido Kremlin de Nizhny Novgorod con vistas al Volga, que en algunos aspectos es incluso más espectacular que el construido sobre el Moscova a finales del siglo XV en la capital. No hacen falta los “mitos dorados” para comprender realmente el valor de estos testimonios históricos, por no hablar de las iglesias y catedrales que datan de principios del segundo milenio, o de las erigidas en Moscú a imitación de los palacios venecianos, por arquitectos y operarios italianos. La verdadera identidad histórica se comprende en las relaciones entre los numerosos centros provinciales, desde los de la parte europea más antigua hasta las ciudades asiáticas de Siberia, con la dimensión imperial también cambiante, desde el antiguo principado de Kiev (ya entonces el país más extenso de Europa) hasta la Moscú-Tercera Roma y el imperio de San Petersburgo, imitación de las capitales europeas más prestigiosas.

En todos los museos locales, y en las narrativas superpuestas de la propaganda, se difunde el culto a la “Rusia-que-hemos-perdido”, sublimando las épocas lejanas hasta el punto de regenerar incluso la nostalgia por la grandeza soviética, el verdadero sustrato de la conciencia de los rusos actuales. Y esto teniendo en cuenta que precisamente la revolución bolchevique fue un fenómeno de cancelación de la memoria, y en nombre de una “ideología importada de Occidente”, como recuerda siempre el patriarca de Moscú Kirill (Gundiaev). El regreso al pasado es el contenido fundamental del espíritu patriótico, lo que justifica las represiones contra los “agentes extranjeros” y la guerra contra la destrucción de los “valores tradicionales”, para exaltar un mundo ruso que quizá nunca existió, por lo menos como se les cuenta a sus infantiles ciudadanos en los cuentos para dormir de la propaganda de Estado.

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