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VATICANO
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Francisco a los sacerdotes en el Jueves Santo: Dios no nos pide juicios, sino lágrimas por los que están lejos

Francisco dedicó a las lágrimas de Pedro la homilía de la Misa Crismal, que pronunció personalmente en la basílica vaticana. "En la vida espiritual, quien no llora retrocede, envejece por dentro, mientras que quien se conmueve ante Dios, madura". Esta tarde con las reclusas de la cárcel de Rebibbia celebrará la misa in Coena Domini y el lavatorio de los pies.

 

Ciudad del Vaticano (AsiaNews)- “A nosotros, sus pastores, el Señor no nos pide juicios despectivos sobre los que no creen, sino amor y lágrimas por los que se han alejado”, dijo esta mañana el Papa Francisco a los sacerdotes en la homilía de la Misa Crismal del Jueves Santo. En la jornada sacerdotal por excelencia - en memoria de la institución de la Eucaristía - el pontífice volvió a pronunciar personalmente una larga homilía ante los sacerdotes de la diócesis de Roma, reunidos para el rito durante el cual, en cada Iglesia local de todo el mundo, se entregan los óleos sagrados que serán utilizados para la administración de los sacramentos. Esta tarde el pontífice acudirá a la sección de mujeres de la cárcel romana de Rebibbia para celebrar la misa in Coena Domini y el ritual del lavatorio de los pies con las reclusas y los trabajadores penitenciarios.

El puente entre ambos momentos ha sido la reflexión sobre la misericordia de Dios, mayor que cualquier debilidad, tema central de la homilía de Francisco en la Misa Crismal.  El Papa se refirió a las lágrimas de Pedro la noche de la traición de Jesús, "que nacen de un corazón herido - comentó - y lo liberan de convicciones y justificaciones falsas. Aquel llanto amargo le cambió la vida".

Es el mismo horizonte que señaló a los sacerdotes, invitándolos a recorrer "un aspecto de la vida espiritual bastante descuidado pero esencial. Lo propongo con una palabra quizás pasada de moda - dijo - pero que creo que nos haría bien redescubrir: compunción". Es una palabra que evoca “una punción en el corazón, un pinchazo que lo hiere y hace brotar lágrimas de arrepentimiento”. “No es un sentimiento de culpa que te derriba – explicó Francisco – no es el escrúpulo que paraliza, sino un aguijón benéfico que quema por dentro y cura, porque el corazón, cuando ve el propio mal y se reconoce pecador, se abre, acoge la acción del Espíritu Santo, agua viva que lo sacude haciendo correr lágrimas por el rostro. Quien se quita la máscara y deja que Dios mire su corazón recibe el don de estas lágrimas, que son las aguas más santas después de las del Bautismo".

“No se trata de sentir lástima de uno mismo, como frecuentemente nos vemos tentados a hacer – añadió el Pontífice – como cuando, por un extraño y malsano placer de nuestro espíritu, nos regodeamos en los agravios recibidos para autocompadecernos, pensando que no nos han dado lo que merecíamos e imaginando que el futuro no nos depara otra cosa que continuas desilusiones". Por el contrario, llorar por nosotros mismos significa “arrepentirnos seriamente de haber entristecido a Dios con el pecado; es reconocer que siempre estamos en deuda y nunca somos acreedores; significa descender a las profundidades de la hipocresía clerical, en la que tanto caemos... Para después, desde allí, fijar la mirada en el Crucificado y dejarnos conmover por su amor que siempre perdona y levanta".

Francisco invitó entonces a los sacerdotes a preguntarse si, con el paso de los años, estas lágrimas han aumentado o disminuido. “En este sentido – explicó – es bueno que suceda al revés de lo que ocurre en la vida biológica, en la que, cuando crecemos, lloramos menos que cuando éramos niños. En la vida espiritual, por el contrario, lo que importa es hacerse como niños (cf. Mt 18,3), y el que no llora, retrocede, envejece por dentro, mientras quien alcanza una oración sencilla e íntima, hecha de adoración y conmoción ante Dios, madura. Se apega menos a sí mismo y más a Cristo, y se hace pobre de espíritu. De ese modo se siente cada vez más hermano de todos los pecadores del mundo, sin una actitud de superioridad ni dureza de juicio, sino siempre con el deseo de amar y reparar".

Sólo así las situaciones difíciles que enfrenta el sacerdote, como la falta de fe o el sufrimiento, "no suscitan la determinación en la polémica, sino la perseverancia en la misericordia. Cuánto necesitamos liberarnos de resistencias y recriminaciones, de egoísmos y ambiciones, de rigidez e insatisfacciones, para confiarnos y confiar en Dios, encontrando en Él una paz que nos salva de cualquier tempestad. Adoremos, intercedamos y lloremos por los demás, para permitir que el Señor haga maravillas".

Hoy – añadió Francisco – “corremos el riesgo de ser muy activos y al mismo tiempo sentirnos impotentes, con el resultado de perder el entusiasmo y sentir la tentación de 'tirar los remos de la barca', de encerrarnos en la queja y dejar que se imponga el tamaño de los problemas sobre la grandeza de Dios. Pero si la amargura y la compunción no se dirigen contra el mundo, sino contra el propio corazón, el Señor no dejará de visitarnos y levantarnos".

Por eso invitó a pedir en la oración la gracia de la compunción, porque "el arrepentimiento es don de Dios, es fruto de la acción del Espíritu Santo". Para cultivarla, el Papa dio a los sacerdotes dos consejos: en primer lugar, no encerrarse en el presente, sino ampliar la mirada cultivando la memoria del pasado ("recordando la fidelidad de Dios") y la promesa del futuro ("el destino eterno al que estamos llamados"). Y luego volver a una oración no obligada y funcional, sino gratuita, serena y prolongada, en adoración. “Redescubriremos la sabiduría de la Santa Madre Iglesia – concluyó el Papa – que siempre nos introduce en la oración con la invocación de los pobres que claman: Dios mío, ven en mi auxilio”.

 

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